Una simpática broma 

Una simpática broma 

Una simpática broma 

Este es uno de los relatos
de Las Mil y Una Noches

Todos estaban convencidos de que Qamar al-Zamán había muerto. Su esposa, la señora Budur, hija del rey al-Gayur, al despertar buscó a su esposo, Qamar al-Zamán, y no lo encontró. La señora Budur siguió meditando, y se dijo: «Si me presento ante el séquito y lo informo de que he perdido a mi esposo, alguien me apetecerá. Hay que buscar una argucia» . Vistió los trajes de Qamar al-Zamán, se puso el turbante del mismo modo que éste, se quitó el velo, colocó en la litera a una criada y, saliendo de la tienda, gritó a los pajes que preparasen los caballos, que cuidasen los camellos y que los cargasen.

Luego emprendieron la marcha, y ella calló lo ocurrido, ya que era idéntica a Qamar al-Zamán. Por eso nadie dudó de que no fuese el príncipe en persona. Budur y su séquito siguieron viajando días y noches hasta que llegaron a una ciudad situada a orillas del mar Salado. Acampó en sus cercanías y levantó las tiendas en aquel lugar para descansar. Luego preguntó de qué ciudad se trataba, y le contestaron: «Ésta es la Ciudad del Ébano, y su rey es el rey Armanus, que tiene una hija llamada Hayat al-Nufus»

El rey Armanus envió un mensajero para saber quién era el rey que acampaba en las afueras de la ciudad. El mensajero regresó junto al rey Armanus y lo informó de lo que ocurría. Éste salió, en compañía de los principales magnates de su imperio, a recibirlo. Al llegar cerca de las tiendas, la señora Budur se apeó, y lo mismo hizo el rey Armanus; se aproximaron el uno al otro, y el rey, tomándola consigo, entró en la ciudad y se dirigió con ella al palacio. Mandó que extendiesen los manteles, que acercasen las mesas y los platos y que la señora Budur fuese acompañada a las habitaciones destinadas a los huéspedes. Permaneció en éstas durante tres días, después de los cuales el rey Armanus acudió a visitarla.

Aquel día Budur había ido al baño, y su rostro resplandecía como si se tratase de la luna radiante en el momento en que llega a su plenitud. Seducía al universo y encantaba a todas las criaturas que la contemplaban. El rey Armanus la encontró vestida con una chupa de seda bordada en oro e incrustada de pedrerías. Le dijo: «¡Hijo mío! Sabe que yo ya soy un viejo caduco y que sólo he tenido una hija. Se parece a ti en forma, estatura, hermosura y belleza. Ella no puede heredar el reino. ¿Querrías, hijo mío, establecerte en este país y habitar esta tierra? Te casaría con mi hija y te cedería mi reino».

La señora Budur bajó la cabeza, y su frente empezó a sudar de vergüenza. Se dijo: «¿Qué he de hacer si soy una mujer? Pero si desobedezco su orden y me voy, es posible que envíe tropas en pos de mí para matarme. Si obedezco, me veré cubierta de oprobio. He perdido a mi amado Qamar al-Zamán, nada sé de él y no tengo más recurso que el de aceptar su oferta. Permaneceré con él hasta que Dios resuelva» . La señora Budur levantó la cabeza y declaró al rey que aceptaba su proposición. La reina Budur, hija del rey al-Gayur, se había convertido en señora de las tierras del Ébano.

Qamar al-Zamán se quedó solo, sus pensamientos lo desbordaron, y estuvo llorando hasta que cayó desvanecido. Al volver en sí paseó por el jardín, pensando en lo que el tiempo le había deparado, lo lejos que se hallaba de su país y lo abandonado que estaba puesto que se encontraba separado de su esposa. A Qamar al-Zamán le parecía muy larga aquella noche, pues tenía presente el recuerdo de su amada.

Estaba sentado en el jardín, llorando por lo que le había ocurrido, cuando un capitán llamó a la puerta. Al abrir él, los marineros se le echaron encima, lo transportaron al buque y se hicieron a la mar. Navegaron sin interrupción días y noches, sin que Qamar al-Zamán supiese lo que había motivado el rapto.

Siguieron navegando hasta llegar a las Islas del Ébano. Lo condujeron ante la señora Budur. Ésta, al verlo, lo reconoció y dijo: «¡Entregadlo a los criados para que lo lleven al baño!». Los criados habían llevado a Qamar al-Zamán al baño, y después lo vistieron con magníficos vestidos; al salir, el príncipe parecía una rama de sauce o un astro nuevo cuya aparición sonrojara a la Luna y al Sol.

Regresó a palacio, y Budur, al verlo, obligó a su corazón a tener paciencia hasta conseguir la realización de sus planes. Le hizo don de esclavos, criados, camellos y mulos; le entregó un cofre con dinero, y lo fue nombrando de un cargo a otro hasta que llegó a tesorero; le entregó las riquezas, lo convirtió en uno de sus íntimos y comunicó a los emires su rango. Todos lo querían, y la reina Budur le iba confiriendo cada día nuevos cargos, sin que Qamar al-Zamán sospechase cuál era la causa de su engrandecimiento.

Empezó a mostrarse generoso y a hacer donativos de los bienes de que disponía, sirviendo al rey Armanus hasta que consiguió el afecto de éste; también lo apreciaban los emires, los cortesanos y el vulgo, y todos juraban por su vida. Qamar al-Zamán se maravillaba de los beneficios que recibía de la reina Budur, y se decía: «¡Por Dios! Este extremado afecto debe de tener una causa. Tal vez este rey me honra en tan alto grado con un propósito perverso. Es necesario que le pida permiso y me marche de su país». Se dirigió a la reina Budur y le dijo: «¡Oh, rey! Has sido tan generoso conmigo, que para rematar tu benevolencia sólo te falta que me concedas permiso para emprender un viaje, con lo que podrías recuperar lo que me has dado»

La reina Budur se sonrió y le dijo: «¿Qué te induce a querer marcharte, a exponerte a los peligros, cuando vives con todo desahogo y recibiendo siempre nuevos beneficios?» «¡Oh, rey! Todos estos beneficios, si es que no tienen una causa, constituyen el mayor de los prodigios, muy principalmente porque me has concedido cargos que en derecho corresponden a los ancianos, mientras que yo soy un pobre muchacho.» «La causa de todo estriba en que te amo por tu extraordinaria belleza y tu radiante hermosura. Si me concedes lo que te pido, aumentaré aún más mis dones, te haré mayores regalos y te nombraré visir, a pesar de lo joven que eres, del mismo modo que la gente me ha proclamado sultán a pesar de la edad que tengo. Hoy no hay que extrañarse de que los jóvenes ocupen los puestos de mando

Qamar al-Zamán, al oír estas palabras, se avergonzó, y las mejillas se le sonrojaron hasta parecer llamas. Contestó: «No necesito unos honores que llevan a cometer actos prohibidos. Prefiero vivir pobre, y ser rico en hombría y virtud» . La reina Budur explicó: «No me dejo engañar por tus escrúpulos, que nacen del orgullo y de la esquivez». Qamar al-Zamán, al comprender el sentido de lo que decía el rey, replicó: «¡Oh, rey! No tengo costumbre de hacer esas cosas, y no podría soportar ciertas cargas que otros, mayores que yo, no han aguantado. ¿Cómo he de poder yo, que soy tan joven?» La reina Budur sonrió y dijo: «¡Caso extraño! ¡Cómo aparece el error entre la verdad! ¿Cómo siendo tan joven temes cometer pecados y actos prohibidos? Aún no has alcanzado la edad de la responsabilidad legal, y los pecados de los jóvenes no merecen reproches ni castigos. Has empezado a discutir cuando debes entregar, sin resistencia, todos tus favores. No vuelvas a negarte más, pues no hay escapatoria a lo que Dios tiene destinado. A mí me incumbe, más que a ti, el temor de caer en el extravío».

El semblante de Qamar al-Zamán se oscureció al oír estas palabras. Dijo: «¡Oh, rey! Tienes mujeres y esclavas tan hermosas como no pueden encontrarse en nuestra época. ¿No te bastan para prescindir de mí? Toma de ellas la que quieras, y déjame en paz» . «Dices la verdad, pero aquel que está enamorado de ti, no curará con ellas su dolor y su pena. Cuando el temperamento y la naturaleza están corrompidos, no valen las razones».

Qamar al-Zamán, al oír estos versos, comprendió que era imposible escapar a sus deseos. Dijo: «¡Rey del tiempo! Si ha de ser como quieres, prométeme que harás esto conmigo una sola vez, aunque con ello no se corrija la naturaleza depravada. Después no vuelvas a solicitarme nunca más. ¡Tal vez Dios me perdone mi mala acción!» «Te lo concedo, y espero que Dios nos perdone, con su benevolencia, nuestros grandes pecados. Su misericordia es tan grande, que también nos alcanzará, y borrará nuestras grandes maldades conduciéndonos desde las tinieblas del extravío hasta la luz de la buena dirección».

Budur le hizo promesas y juramentos, asegurándole, por Aquel que existe por sí mismo, que harían tal cosa una sola vez, pues la pasión la tenía medio muerta y la llevaba a la perdición. Con estas condiciones lo llevó a su habitación para apagar el fuego de su concupiscencia. Él decía: «¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande! ¡Esto es un decreto del Todopoderoso, del Omnisciente!». Se quitó los zaragüelles lleno de vergüenza, mientras de sus ojos brotaban lágrimas de temor. Ella sonrió y lo arrastró al lecho. Le dijo: «Después de esta noche no habrá nada que rehúse» . Se inclinó sobre él, lo besó y abrazó y entrelazó sus piernas. Le dijo: «Mete tu mano entre mis piernas y coge lo que está indicado, pues tal vez se levante de su postración» . El príncipe se puso a llorar y dijo: «Yo no sirvo para esto» . «¡Por vida mía! ¡Haz lo que te mando!»

Él alargó la mano con el corazón inquieto: acarició el muslo, que era más suave que la manteca, más resbaladizo que la seda, y sintió placer al tocarlo. Movió la mano en todas direcciones hasta que llegó a una cúpula, rica en bendiciones y capaz de todos los movimientos. Se dijo: «Tal vez este rey sea hermafrodita, y no sea ni macho ni hembra» . Dijo: «¡Rey ! No encuentro en ti el instrumento propio de los hombres. ¿Qué te ha inducido a hacer esto?»

La reina Budur estalló en carcajadas y le contestó: «¡Amado mío! ¡Qué pronto has olvidado las noches que hemos pasado juntos!» El príncipe reconoció que se trataba de su esposa, la reina Budur, hija del rey al-Gayur, señor de islas y mares. Se abrazaron, se besaron, se extendieron en el lecho de la unión.

Después, la reina Budur refirió a Qamar al-Zamán todo lo que le había ocurrido, desde el principio hasta el fin. Él también contó sus aventuras, y la reprendió, diciendo: «¿Qué te ha movido a gastarme la broma pesada de esta noche?» La princesa replicó: «No me censures. Mi propósito, con tal burla, era obtener una mayor alegría».

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Benicio
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