El ciclo de la vida

El ciclo de la vida

El ciclo de la vida

Un joven llevó a su padre a un restaurante para disfrutar de una deliciosa cena. Su padre ya era bastante anciano, y por lo tanto, un poco débil también. Mientras comía, un poco de los alimentos caía de cuando en cuando sobre su camisa y su pantalón. Los demás comensales observaban al anciano con sus rostros distorsionados por el disgusto, pero su hijo permanecía en total calma.

Una vez que ambos terminaron de comer, el hijo, sin mostrarse ni remotamente avergonzado, ayudó con absoluta tranquilidad a su padre y lo llevó al sanitario. Limpió las sobras de comida de su arrugado rostro, e intentó lavar las manchas de comida de su ropa; amorosamente peinó su cabello gris y finalmente le acomodó los anteojos. Al salir del sanitario, un profundo silencio reinaba en el restaurante. 

El hijo se dispuso a pagar la cuenta, pero antes de partir, un hombre, también de avanzada edad, se levantó de entre los comensales, y le preguntó al hijo del anciano:

— ¿No te parece que has dejado algo aquí? – El joven respondió:

— No, no he dejado nada. 

Entonces el extraño le dijo:

— Sí, has dejado algo. Has dejado aquí una lección para cada hijo, y una esperanza para cada padre.

El restaurante entero estaba tan silencioso, que se podía escuchar caer un alfiler.

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Anteriormente habíamos hablado sobre el concepto de viejismo y la idea arraigada socialmente de que la vejez es algo negativo. Por supuesto, como cualquier otra etapa de la vida, la vejez conlleva sus particularidades que incluso incomodan a los mismos viejos. Y es que la verdad nadie quiere ser viejo, no queremos depender de otra persona cuando por tantos años nos hemos valido por nosotros mismos. La sola idea, solo imaginarlo ya nos resulta molesto.

Pues ellos están atravesando ese momento. Con la edad aumentan los riesgos de deterioro cognitivo lo que redunda en una serie de limitaciones de las cuales no siempre nuestros mayores son conscientes. Quienes tenemos adultos mayores en nuestra familia padres, abuelos, tíos,  podremos observar lo mucho que puede llegar a avergonzarlos darse cuenta que no pueden cortar su comida o sostener un vaso de agua. 

 Es entonces cuando nos toca a nosotros acompañar, cubriendo esas necesidades básicas desde el amor, la paciencia, la empatía y el respeto. Desde el amor, porque es desde el único lugar en el que vamos a poder ayudar y asistir sin que nuestros mayores se sientan disminuidos, o se perciban a sí mismos como una carga para nosotros. 

Desde la paciencia, porque a veces podemos llegar a sentir que estamos frente a un niño pequeño aún cuando nuestro padre o nuestro abuelo tenga más de 80 años, la paciencia entonces es un tesoro que debemos cultivar para poder responder adecuadamente a sus distintas necesidades.  

Desde la empatía,  porque nos va a permitir ponernos en el lugar de esta persona y desde ahí vamos a poder actuar sabiendo cómo querríamos nosotros ser tratados. Y finalmente desde el respeto, porque nuestros ancianos son quienes han construido de alguna manera el mundo que nosotros estamos habitando, nuestra historia, nuestra familia, nuestro pasado. Independientemente de que hayan sido buenas o malas, sus experiencias, sus conocimientos, su sabiduría, son esas herramientas que nos transmiten y nos van convirtiendo en la persona que somos.  

Encontrar un relato como este, que de pronto nos haga reflexionar,  no deja de ser curioso, puesto que estas actitudes deberían ser lo común, lo esperable. Asistir a nuestros ancianos debería ser parte del ciclo de la vida. Sin embargo, no siempre es así. Muchos de nuestros abuelos están sumidos en la más cruel soledad y el más crudo abandono. Son mirados con rechazo, asco, vergüenza ajena, tal y como el anciano padre de este joven del relato era observado por los presentes en el restaurante.

Vivimos en un mundo tan vertiginoso, que no paramos a mirar quién va al lado nuestro. No tenemos tiempo para perder en caminar detrás de una anciana y pasamos rápidamente a su lado, sin siquiera voltear a ver si la rozamos, la chocamos o simplemente con nuestra velocidad le hicimos perder el equilibrio. Nos desespera escucharlos hablar lento, nos desespera verlos hacer las tareas despacio, nos desespera que se olvidan cosas, nos desespera que nos repiten dos o tres veces lo mismo. Nos desesperan.

A veces en realidad nos duele, nos duele ver a esa persona que creíamos invencible, apenas siendo capaz de peinarse, de llevar una cuchara a su boca, de caminar.  En estos casos, muchos de nosotros tendemos a escapar de las cosas que nos duelen. No obstante, deberíamos poder recordar la forma en que, por ejemplo nuestra madre, nos cuidaba cuando estábamos enfermos o nos lastimábamos. Solo siendo padres podremos entender lo mucho que duele ver a un hijo enfermo, la impotencia que da, y el miedo que con frecuencia nos ataca. Pero aún así, y a pesar de todo eso, ella estaba ahí con su sonrisa asegurando que no pasaba nada, que todo estaba bien, que solo era un resfrío, o un raspón, y que pronto estaríamos mejor.  Y nosotros le creíamos. De esa manera, si hoy nos toca a nosotros estar del otro lado,  seguramente vamos poder devolverles a nuestros viejos algo de los que nos han dado.

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Benicio
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