Los tres Jefes de Policía
Este es un cuento de
Las muy y una Noches
Se cuenta que un día al-Malik al-Nasir mandó llamar a los tres jefes de policía: el de El Cairo, el de Bulak y el del Viejo El Cairo. Dijo:
– Quiero que cada uno de vosotros me cuente lo más raro que le haya ocurrido durante el desempeño de su cargo. – los jefes de policía contestaron:
– Oír es obedecer.
El jefe de policía de El Cairo refirió:
– ¡Sultán! ¡Señor nuestro! He aquí lo más extraordinario que me ha ocurrido en el desempeño de mi cargo: Había en esta ciudad dos testigos jurados que daban fe en los casos de homicidio y de reyerta. Ambos eran mujeriegos, borrachines y corruptos, pero yo no conseguía tenderles ninguna celada para cogerles con las manos en la masa y era incapaz de sorprenderles. Recomendé a los taberneros, a los verduleros, a los comerciantes de frutos y candelas y a los dueños de las casas de prostitución que me denunciasen a ambos testigos, juntos o separados, en cuanto les viesen beber o cometer algún acto ilícito o cuando comprasen ambos, o uno de ellos, alguno de los ingredientes de las bebidas espirituales; les recomendé que no me lo escondieran. Me contestaron: “Oír es obedecer”. Un día por la noche se me presentó un hombre y me dijo: “¡Señor nuestro! Sabe que los dos testigos jurados están en tal lugar, en tal barrio. Ambos están cometiendo grandes pecados”. Mi criado y yo nos disfrazamos y nos fuimos a aquel sitio sin más escolta. No nos detuvimos hasta llegar a la puerta y llamar. Una joven se acercó a mí, abrió la puerta y me dijo: “¿Quién eres?” Entré sin contestar y hallé a los dos testigos sentados con el dueño de la casa teniendo al lado dos prostitutas y gran cantidad de bebidas. Al verme se pusieron de pie, me trataron con todo respeto y me hicieron sentar en la presidencia. Me dijeron: “¡Bienvenido sea tan ilustre huésped y tan agradable comensal!” Me acogieron sin la menor muestra de temor ni de pánico. El dueño de la casa se levantó después, se ausentó un momento y regresó con trescientos dinares sin dar el menor indicio de miedo. Me dijeron: “Sabe, señor gobernador, que tú puedes deshonrarnos y castigarnos, pero esto sólo te ha de causar disgusto. Lo mejor es que aceptes esta suma y nos tapes, puesto que uno de los nombres de Dios (¡ensalzado sea!) es el de ‘El Encubridor’, por tanto quiere que sus criaturas se disimulen las faltas. Si lo haces tendrás ahora un premio y además la recompensa de la otra vida”. Me dije: “Coge este dinero y encúbrelos por esta vez. Ya los pescarás la próxima y loscastigarás”. El oro me tentó, lo cogí, los dejé y me fui sin que nadie me viese.
Apenas apareció el día siguiente se me presentó un mensajero del cadí que me dijo: “¡Gobernador! Obedece al juez que manda llamarte”. Acompañé al mensajero y me presenté ante el cadí sin saber la razón de todo esto. Al entrar vi sentados al lado del juez a los dos testigos y al dueño de la casa que me había dado los trescientos dinares. Este último me reclamó los trescientos dinares y yo no pude hacer más que negar la deuda. Él sacó un recibo y los dos testigos jurados dieron fe de que debía dicha cantidad. El juez dio fe de este testimonio y me mandó que pagase dicha suma yo no pude marcharme hasta haberles devuelto los trescientos dinares. Me encolericé y me propuse causarles todo el daño posible, arrepintiéndome de no haberles castigado y me fui cubierto de vergüenza.
Esto es lo más extraordinario que me ha ocurrido durante el desempeño de mi cargo.
El gobernador de Bulaq refirió:
– ¡Sultán! ¡Señor nuestro! He aquí lo más extraordinario que me ha ocurrido en el ejercicio de mi cargo: Me encontraba muy atribulado. Una noche, en este estado de ánimo, me hallaba sentado en mi casa cuando alguien llamó a la puerta. Dije a uno de los criados: “Mira quién está en la puerta”. Salió y volvió pálido, había cambiado de color, las venas le palpitaban. Le pregunté: “¿Qué te ha ocurrido?” “En la puerta hay un hombre desnudo, medio cubierto de piel, espada en mano, cuchillo al cinto y que viene acompañado de una partida de hombres parecidos. Pregunta por ti.” Empuñé la espada y salí a ver a esos individuos. Eran tal como los había descrito el criado. Pregunté: “¿Qué os ocurre?” “Somos ladrones y esta noche hemos conseguido un botín muy grande. Te lo cedemos para que con él puedas solucionar el asunto que te preocupa y pagues así tu deuda.” Les pregunté: “¿Dónde está lo robado?” Me entregaron una gran caja llena de vasos de oro y de plata. Al verlo me alegré y me dije: “Pagaré mi deuda y aún me quedará otro tanto”. Lo cogí y lo metí en mi casa. Me dije: “No es honrado dejar que se marchen sin nada”. Cogí los cien mil dinares que tenía y se los entregué, dándoles las gracias por el favor que me hacían. Tomaron el dinero y se marcharon a su trabajo en medio de las tinieblas de la noche sin que nadie les viese. Al amanecer me di cuenta de que todo lo que contenía la caja era cobre dorado y estaño, cuyo importe total no pasaría de los quinientos dirhemes. Esto me supo muy mal, pues había perdido mis dinares y a una pena se añadía otra.
Esto es lo más extraordinario que me ha ocurrido durante el desempeño de mi cargo.
El gobernador del Viejo El Cairo refirió:
– ¡Sultán! ¡Señor nuestro! He aquí lo más extraordinario que me ha ocurrido en el desempeño de mi cargo. Había mandado ahorcar a diez ladrones y había puesto a cada uno en una horca recomendando a los guardianes que los guardasen y que no dejasen que la gente se llevase a ninguno de ellos. Al día siguiente fui a contemplarlos y vi a dos ajusticiados en la misma horca. Pregunté a los guardianes: “¿Quién ha hecho esto? ¿Dónde está la horca de la que pendía el segundo ajusticiado?” Dijeron que no sabían nada, pero cuando me dispuse a hacerles apalear me explicaron: “Sabe, Emir, que ayer nos quedamos dormidos y al despertarnos vimos que nos habían robado un ajusticiado con la horca de la que colgaba. Temíamos que nos castigases, cuando hemos visto acercarse a un campesino con un asno. Le hemos cogido y matado y le hemos colgado en substitución del que se nos ha robado con la horca”. Les pregunté: “¿Qué llevaba el campesino?” “Una alforja encima del asno.” “¿Qué contiene?” “No lo sabemos.” “¡Traédmela!” Me la colocaron delante y mandé que la abriesen: apareció un hombre muerto y descuartizado. Al verlo me quedé admirado y me dije: “¡Gloria a Dios que ha hecho ahorcar a este campesino por ser el culpable de este homicidio! El Señor no es injusto con sus siervos”

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