La psicología infantil: Etapas del desarrollo y desafíos comunes en la infancia.

La psicología infantil: Etapas del desarrollo y desafíos comunes en la infancia.

La psicología infantil: Etapas del desarrollo y desafíos comunes en la infancia.

Es muy probable que aquellos que tenemos o hemos tenido niños en casa, más de una vez, nos hayamos preguntado “¿qué le pasa?” frente a un chico que calla, o que llora sin explicación. O grita. O responde con un portazo. Son situaciones en las que nuestra paciencia se ve limitada, nos preocupamos o incluso nos frustramos. Esta escena cotidiana, a veces inofensiva y a veces desbordante, encierra una verdad clave: entender a un niño no es tarea simple. No basta con amarlo. Hace falta aprender a leer en un lenguaje distinto. Uno que no siempre se escribe con palabras, sino con gestos, con silencios, con conductas que parecen caprichosas o fuera de lugar, pero que en realidad dicen más de lo que creemos.

La infancia no es solo un tiempo biológico. Es un terreno delicado donde se va gestando la arquitectura interna de una persona. Lo que un niño vive, siente y experimenta en esos primeros años no desaparece cuando aprende a leer o deja los juguetes. Queda. Se graba. Se transforma en su modo de estar en el mundo, en su manera de vincularse, en recursos (o heridas) que lo acompañarán toda la vida. Por eso, hablar de la psicología infantil es hablar del momento fundante de la subjetividad. Es entender cómo se forma una psiquis que pueda habitar el mundo sin romperse por dentro. Pero no alcanza solo con saber si gatea a los nueve meses o si ya conoce los colores. Lo importante es cómo vive ese proceso, con quién, desde qué sostén. Porque, como decía Winnicott, no hay niño sin entorno. Un niño necesita más que cuidados físicos: necesita una presencia viva que lo sostenga, lo interprete, lo refleje.

En este artículo vamos a pensar el desarrollo del niño desde la mirada de varios profesionales que se abocaron a estudiar el proceso evolutivo incluso antes del nacimiento. Con Piaget, entendemos que el pensamiento infantil no es una versión inmadura del pensamiento adulto, sino una forma propia de conocer el mundo. El niño no “razona mal”: razona desde otro lugar. Desde su cuerpo, desde la acción, desde la exploración concreta. Va construyendo nociones de tiempo, espacio, causalidad. Pero eso no ocurre en el vacío: ocurre mientras juega, mientras toca, mientras pregunta. Por eso es tan importante que tenga un entorno que le permita experimentar sin miedo, que no le apure los tiempos ni le imponga respuestas antes de que pueda formular las preguntas.

Pero si eso ya es clave, hay algo todavía más profundo: ¿cómo se arma, desde el inicio, esa capacidad de experimentar? ¿Qué tiene que pasar —o no pasar— para que un niño se anime a salir al mundo, a explorar, a confiar? Aquí aparecen los aportes de Aulagnier: la psiquis no nace armada. Necesita ser investida, narrada, sostenida por un otro. Alguien que nombre el mundo, que preste palabras, que le diga al niño qué le pasa, que le devuelva una imagen amable y confiable de sí mismo. Ese relato fundante —que no es un cuento inventado, sino una manera de mirarlo y alojarlo— se graba en su psiquismo como la primera forma de representación. Si el entorno es caótico, invasivo o negligente, lo que se inscribe es ruido. Si es disponible, sensible y firme, se inscribe confianza.

Podríamos afirmar que la base de todo desarrollo saludable es el vínculo. No solo como experiencia emocional, sino como andamiaje de la construcción psíquica. Jessica Benjamin lo explica con claridad: el niño no se constituye solo, se constituye en la mirada del otro. En el reconocimiento mutuo. El “yo soy” solo aparece cuando hay un “tú eres” que lo anticipa. Y ese reconocimiento no siempre es automático: requiere que el adulto pueda sostener la tensión entre acompañar y dejar crecer, entre proteger y habilitar la diferencia.

Y así, paso a paso, el niño va armando su psiquis. Desde el cuerpo hacia la palabra. Desde el grito hacia el diálogo. Desde la dependencia absoluta hacia la autonomía relativa. Ningún proceso es lineal. Ninguno ocurre igual en todos. Por eso hay que mirar a cada niño como un universo. Con sus tiempos, sus modos, sus heridas y sus potencias.

Siguiendo los postulados de Piaget tenemos cuatro estadíos evolutivos. Este enfoque describe cómo el niño va asimilando el mundo. El primer período de desarrollo según este autor es el estadio sensoriomotor que va desde el nacimiento hasta los 2 años. Este período se caracteriza porque es a través de los sentidos y del movimiento que el niño empieza a construir una primera comprensión del entorno. Pero esa comprensión no es intelectual ni verbal: es corporal, emocional, vivencial. Cada gesto, cada mirada, cada repetición forma parte de un modo rudimentario pero potente de aprender. Es un tiempo de transformaciones radicales: de un ser que solo responde con reflejos básicos, pasamos a un pequeño explorador que gatea, nombra, señala, se enfada y exige. 

Decimos entonces que el niño nace con reflejos que luego se van organizando en esquemas de acción, estos son patrones sensoriomotores que se repiten y se consolidan. Por ejemplo, el reflejo de succión se transforma en un esquema: chupar no solo el pecho, sino también el dedo, un objeto, una mantita. El bebé aprende así que hay una manera de calmarse, de satisfacer el deseo, de conectarse con lo que lo rodea. Más adelante, esos esquemas se combinan entre sí, se generalizan y se adaptan a situaciones nuevas. Este es el origen remoto de la inteligencia: un tipo de pensamiento aún sin palabras, que opera por acción directa sobre los objetos.

Pero ese conocimiento no se da en el vacío. El cuerpo del niño no se mueve en el aire: se mueve en brazos. Se organiza en relación al otro. Y es aquí donde los aportes de Donald Winnicott resultan esenciales. Él nos dice que no existe un bebé en abstracto. Existe un bebé con una madre, o más ampliamente, con un entorno que sostiene. El desarrollo del niño en esta etapa depende en gran medida de la capacidad del entorno —sobre todo de la figura materna o cuidadora principal— de “sostener” al bebé en sentido físico y psíquico. Winnicott lo llama holding, ese conjunto de cuidados que van desde el modo en que se lo toma en brazos hasta la forma en que se responde a sus señales, se calma su llanto, se organiza su mundo. Cuando ese sostén es suficientemente bueno, el niño puede empezar a organizarse internamente. La experiencia de estar contenido y comprendido corporalmente es la base de una sensación de continuidad del ser. Por el contrario, si el entorno es errático, frío o impersonal, el niño puede sentirse fragmentado, confundido, sin puntos de referencia seguros.

En esa línea, Jessica Benjamin ofrece una mirada aún más fina: no basta con que el adulto “interprete” las necesidades del niño, también es fundamental que el niño pueda experimentar que su acción produce efecto en el otro. Que puede influir, afectar, impactar. Benjamin llama a esto el surgimiento del “tercer sujeto”: una intersubjetividad en la que el niño no es un objeto de cuidado, sino un sujeto en construcción que va cobrando sentido en el reconocimiento mutuo. Cuando el adulto responde con sensibilidad y apertura a la iniciativa del niño, le devuelve una imagen de sí mismo como alguien que importa, que puede ser escuchado. Si, en cambio, la respuesta es indiferente o invasiva, el yo se construye como pasivo o impotente.

Hacia el final de esta etapa sensoriomotriz, el niño ya puede anticipar lo que va a ocurrir, busca objetos que desaparecen, comienza a imitar gestos intencionalmente. Es el momento en que se construye la noción de permanencia del objeto, es decir entender que las cosas existen aunque no estén a la vista. Este logro marca un antes y un después. Le permite al niño comenzar a tolerar la ausencia, esperar, evocar. Y no es casualidad que hacia este tiempo también aparezca el lenguaje rudimentario. Nombrar algo es traerlo a la mente, hacerlo presente incluso cuando no está. Así comienza la vida simbólica.

Aquí es donde podemos sumar con fuerza la voz de Piera Aulagnier, quien nos ayuda a pensar la constitución del psiquismo en estos primeros años. Aulagnier habla de la importancia de una función que llama el contrato narcisista: una promesa implícita que los adultos hacen al niño al mirarlo con amor, al interpretarlo, al prestarle una historia posible. Es esa promesa de que su existencia tiene valor, que hay un lugar para él en el mundo. Si esa función no se cumple, si no hay otro que invista su presencia con deseo y sentido, el yo no puede organizarse con solidez. No hay representación sin una palabra prestada que la anude. En este sentido, cada balbuceo necesita ser escuchado como lenguaje, cada movimiento, como intención. Porque el psiquismo del niño se estructura en la respuesta que nosotros, los adultos, le damos.

Aproximadamente de los 2 a los 7 años tenemos el período preoperatorio,  es una etapa absolutamente fascinante. No solo porque florece el lenguaje y la imaginación, sino porque es el tiempo en que se gesta el modo en que el niño va a vincular pensamiento y emoción. El niño que hasta hace poco exploraba el mundo con el cuerpo —tocando, chupando, empujando, repitiendo— empieza ahora a usar las palabras para nombrar, anticipar, preguntar. Es la edad del “¿por qué?”, pero también del “yo solito”, del “no quiero”, del “esto es mío”. Es la etapa en que el lenguaje se vuelve herramienta, no solo para comunicarse sino para pensar, jugar, organizar. Piaget lo llama preoperatorio puesto que aún no hay operaciones mentales lógicas, pero sí una intensa actividad simbólica. El niño puede imaginar, recordar, inventar. El pensamiento es egocéntrico, lo cual no significa egoísta, sino centrado en su propia perspectiva. Aún no puede ponerse en el lugar del otro de manera sostenida, pero empieza a ensayar. Empieza a “hacer como si”.

Ese “como si” es el alma del juego simbólico. Con una caja se construye una nave espacial, con una frazada, una capa de superhéroe, con una rama, una espada. El juego no es una distracción: es una forma de elaboración emocional. El niño dramatiza escenas, ensaya roles, transforma lo vivido en algo narrable. Y esa capacidad de simbolizar es un salto inmenso en su desarrollo psíquico. Permite procesar angustias, integrar deseos, reparar situaciones dolorosas. Pero para que ese juego despliegue todo su potencial, hace falta un entorno que no solo permita jugar, sino que lo sostenga sin invadir.

Aquí el aporte de Winnicott vuelve a ser decisivo. Él introduce el concepto de espacio transicional, ese lugar intermedio entre la realidad interna del niño y el mundo externo, donde se ubican los objetos de apego, los juegos, las creaciones imaginarias. Es allí donde el niño ensaya una y otra vez el pasaje entre lo que siente y lo que puede compartir. Una mamá que le da a su hijo una mantita para dormir, pero no se la arrebata ni se la impone, está habilitando ese espacio intermedio. Lo mismo hace el adulto que escucha un cuento inventado sin corregirlo, que permite que el osito “le hable”, que acepta que una silla “está enojada”. En ese campo de juego simbólico, el niño no solo expresa lo que siente: también aprende a separarse sin desgarro, a controlar sin reprimir, a crear sin perderse.

En este período, además, el niño empieza a diferenciarse más claramente del adulto. Es la edad en que aparecen con fuerza los “no”, las rabietas, los caprichos. Desde una mirada superficial, parece que el niño quiere imponer su voluntad o manipular. Pero desde una perspectiva más profunda, lo que se está jugando es la consolidación del yo. El niño necesita experimentar que tiene poder sobre su mundo, que puede elegir, que puede decir que no.

A nivel cognitivo, Piaget observa que en esta etapa el pensamiento es aún centrado, es decir, el niño tiende a fijarse en un solo aspecto de la realidad a la vez. Si se le sirve el mismo jugo en dos vasos diferentes —uno alto y fino, otro bajo y ancho— dirá que hay más en el vaso alto, porque no puede aún integrar altura y ancho como variables compensatorias. No miente. No engaña. Su mente está construyendo las bases del pensamiento lógico, pero todavía lo hace con herramientas rudimentarias, sostenidas por la percepción inmediata. Lo mismo sucede con la permanencia del objeto: aunque ya entiende que las cosas siguen existiendo cuando no las ve, aún le cuesta aplicar esa noción emocionalmente. Por eso puede angustiarse cuando mamá se va, incluso si sabe que va a volver. El cuerpo le responde con miedo, aunque la cabeza le diga otra cosa. La maduración cognitiva no va al mismo ritmo que la emocional.

Aquí es donde los aportes de Aulagnier enriquecen la escena. Ella sostiene que el psiquismo del niño no se construye solo por lo que vive, sino por cómo esas experiencias son habladas, representadas y alojadas en un entramado de sentido. El adulto presta su voz, su mirada, su tiempo, su “yo” para que el niño pueda constituir el suyo. En palabras de Aulagnier, el adulto presta el aparato psíquico, le da al niño una narración posible de lo que siente. No se trata de explicar todo, ni de ponerle palabras a cada emoción, sino de ofrecer una estructura desde la cual el niño pueda empezar a comprenderse a sí mismo. Cuando un niño tiene una rabieta y el adulto lo sostiene sin minimizar, sin burlarse, sin castigar, le está diciendo: “Eso que sentís tiene un lugar en el mundo, no te va a romper, no me vas a perder”. En cambio, cuando lo que se siente es negado, ridiculizado o ignorado, el niño no solo se queda sin herramientas: se queda sin traducción. Y cuando no hay traducción, aparece el acting, el cuerpo habla lo que la palabra no puede.

Jessica Benjamin ofrece una mirada complementaria y muy actual. Ella plantea que para que un niño se constituya como sujeto necesita ser reconocido por otro sujeto. No basta con que lo cuiden, lo nutran o lo abracen: hace falta que lo vean como alguien con mente, con intención, con deseo propio. Benjamin habla de dos sujetos que se reconocen mutuamente sin disolverse uno en el otro. Este concepto es central para entender los vínculos saludables: ni fusión total ni desapego frío. En la infancia, esto se traduce en un adulto que puede sostener el deseo del niño sin imponer el propio, pero tampoco borrarse. Que puede decir “veo que estás enojado” sin justificarlo todo, pero sin negarlo tampoco.

Seguimos con la etapa de las operaciones concretas, que Piaget ubica aproximadamente entre los 7 y los 11 años, y que suele coincidir con los primeros años de la escolarización formal. Es una etapa bisagra, rica, de progresos notables y de sutilezas emocionales que los grandes a veces pasamos por alto. En este período, el pensamiento infantil da un salto cualitativo: empieza a descentrarse. Ya no se queda atrapado en lo inmediato, en lo perceptible, en lo más llamativo de la escena. El niño puede ahora considerar más de un aspecto a la vez, coordinar información, anticipar consecuencias, inferir causas. Es la época en que entiende que si el vaso cambió de forma pero no de contenido, la cantidad sigue siendo la misma. El mundo ya no es pura magia: empieza a responder a ciertas reglas. Y esa sensación de orden, de lógica posible, de estructuras previsibles, le da al niño una base de seguridad mental muy poderosa.

Cuando decimos que estas operaciones son concretas significa que el razonamiento que el niño hace se apoya en objetos o situaciones tangibles. Le cuesta aún manejar lo abstracto. Entiende qué es la justicia cuando ve que hay una injusticia concreta, pero no puede sostener aún una reflexión puramente teórica. Las metáforas le interesan, pero las interpreta literalmente. Las bromas lo fascinan, pero a veces no las capta del todo. Es un momento ideal para entrenar la empatía cognitiva, es decir, entender que el otro piensa distinto, que hay más de una perspectiva posible, que no todo es blanco o negro.

Desde la mirada de Winnicott, este es el tiempo del juego compartido y de los vínculos extrafamiliares. El niño ya puede separarse sin angustia, ir a la escuela, participar de grupos, crearse un espacio subjetivo que no depende exclusivamente de mamá y papá. Esto no significa que no necesite sostén —lo necesita más que nunca—, pero sí que empieza a reconocer su propio lugar en el mundo social. Es aquí donde, si el entorno lo obliga a responder a demandas que lo desbordan, —por ejemplo: si debe ser “el buen alumno”, “el hijo ejemplar” o “el hermano mayor que entiende todo”— puede empezar a dejar de lado sus emociones reales para encajar en el molde. El costo de ese acople prematuro suele verse más adelante, cuando el niño, convertido en adolescente, no sabe bien quién es sin ese disfraz.

Aulagnier, por su parte, ubica en esta etapa el momento en que el niño empieza a estructurar su propio relato interior. Ya no necesita tanto la traducción del adulto: empieza a contar sus historias, a recordar lo que sintió, a organizar sus experiencias. Pero ese proceso de historización depende de algo clave: que alguien lo haya escuchado antes, que alguien haya sostenido sus primeros relatos con atención y respeto. Cuando eso no ocurrió, o cuando los relatos fueron desmentidos (“eso no pasó”, “no fue tan grave”), lo que se inscribe no es una historia… sino un hueco. Y los huecos, ya lo sabemos, no se llenan con teoría. Se llenan con presencia.

Aquí el aporte de Jessica Benjamin vuelve a ser valioso: la necesidad de reconocimiento mutuo se intensifica. El niño quiere ser visto, pero también quiere ver al otro como alguien con emociones, con intenciones. Es el momento en que puede decir “mamá está triste” o “el profe se enojó”, y no sólo describir hechos. Esta es la semilla de la empatía madura. Pero para que germine, necesita que los adultos no se oculten tras una máscara de perfección. Un adulto que puede decir “me equivoqué”, “me enojé, pero te sigo queriendo” o “hoy no estoy bien, pero no es tu culpa”, enseña a convivir con las emociones reales sin miedo ni vergüenza.

La última etapa en la teoría de Piaget es la de las operaciones formales, que se inician —teóricamente— alrededor de los 11 o 12 años y se extienden durante la adolescencia, aunque en la práctica no todos los sujetos alcanzan esta forma de pensamiento de manera plena o estable. Acá entramos en una dimensión más compleja, no sólo desde lo cognitivo, sino —sobre todo— desde lo emocional y lo identitario.

Entonces, la próxima vez que nuestro pequeño calle, o grite, o cierre una puerta con fuerza, tal vez podamos preguntarnos otra cosa: no solo “¿qué le pasa?”, sino “¿qué me está diciendo que aún no sé leer?”. Porque cada silencio, cada rabieta, cada gesto incomprensible, es también una forma de lenguaje. Y si aprendemos a escucharlo desde lo profundo —desde la historia que lo habita, desde el vínculo que lo sostiene, desde la trama invisible que lo forma— quizás podamos acompañarlo mejor. No para que sea lo que nosotros esperamos, sino para que pueda llegar a ser, sin miedo, quien está destinado a ser. Porque amar a un niño no alcanza si no estamos dispuestos a aprender su idioma, a afinar la mirada, a ofrecernos como esa presencia viva que le diga, sin palabras: “te veo, te escucho, estoy acá”.

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Benicio
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