“La perfecta pureza”
“Cuando el amor se enferma”
Una serie de relatos de ficción que exploran los límites del amor cuando se contamina con otras emociones al punto de transformarse en algo poco menos que monstruoso. Los personajes no son reales. Las historias son solo relatos que buscan exponer con crudeza hasta dónde puede llegar alguien que confunde el amor con otra cosa. Porque lo que estos personajes sienten no es amor, aunque lo digan con devoción.
No sé con certeza cuándo empezó este desprecio por la alegría, pero intuyo que fue el día en que me descubrí sonriendo sin motivo. Iba por la calle, el sol me daba en la cara, y por alguna razón estúpida —el perfume de un árbol, una melodía filtrada por una ventana abierta— me sentí feliz.
Así, sin causa, sin lógica, sin permiso.
Eso me horrorizó.
¿Quién era yo para estar feliz?
¿Con qué derecho?
Desde ese día supe que algo estaba mal. Que había algo desordenado, impuro, en la forma en que vivimos, en esa celebración constante del cuerpo, del placer, de los vínculos. Todo el mundo corre detrás de la risa, del abrazo, de la carne tibia. Se aferran a eso como si fuera la salvación, y yo —que había probado todo— empecé a sentir náusea. No de los otros, sino de mí mismo. De mi necesidad de afecto. De mis deseos. De mis recuerdos.
¿Por qué la extraño?
¿Por qué la escucho en el silencio de la casa?
¿Por qué me siento incompleto al ver su lado vacío de la cama?
Esto es inaceptable.
Así que decidí empezar de nuevo. De raíz. Me alquilé una pieza en una pensión del centro, sin televisor, sin ventanas que dieran al cielo, sin adornos. Pinté las paredes de blanco opaco. Regalé todos mis libros, menos uno: este cuaderno negro donde empecé a escribir mi legado. Dejé el trabajo, por una cuestión de limpieza. Me vestí de gris porque así era como tenía que ser.
Me puse una regla: cada cosa que me diera un mínimo placer sería observada con desconfianza. Si al comer sentía gusto, quitaba ese alimento de mi dieta. Si una voz me conmovía, evitaba a esa persona. Si una imagen me parecía bella, cerraba los ojos. No lo hice de golpe. No pude, y no soy un mártir. Pero cada día, lentamente, fui reduciendo los márgenes de lo soportable. Hasta quedarme con lo mínimo. Y aún eso, era sospechoso.
Algunos amigos intentaron buscarme. Me mandaron mensajes, tocaron la puerta. Uno incluso dejó una carta por debajo. La leí, claro. Decía cosas como “te extraño”, “me preocupa que estés solo”, “estás cerrándote al mundo”. Y yo pensé: exacto. Eso es lo que no entienden.
El mundo es lo que hay que cerrar.
No estoy solo.
Estoy libre.
Libre del juego sucio del afecto.
Nunca más respondí.
No es que no sienta. Aún siento. Desgraciadamente no he logrado evitarlo. Pero elijo no seguir esa pulsión. Como quien escucha una voz detrás de una pared: sabe que está ahí, pero no la atiende. Podría parecer indiferencia, pero solo se trata de disciplina.
Porque todo lo que emociona… distrae. Y yo estoy aquí para lo contrario. Para encontrar, entre las ruinas de lo humano, lo único puro que quede.
Dejé de usar espejo cuando descubrí que aún me buscaba en él. No era vanidad. Era identidad. Me reconocía. Y eso me pareció repulsivo. ¿Por qué tendría que seguir existiendo esa imagen, ese rostro que sólo servía como vehículo para el deseo, para la expresión, para la nostalgia? Rompí el espejo una noche. No hice ruido. Lo envolví en una toalla y lo golpeé contra el suelo. Curiosamente no estaba enojado, me sentía satisfecho. Solo fue por higiene.
Desde entonces, ya no me veo.
Ni me toco.
Ni pienso en cómo me muevo, en cómo hablo.
Hablo poco.
No hay con quién.
Pienso que las palabras, incluso cuando uno las piensa, arrastran significados gastados, contaminados. Estoy entrenándome en el silencio. Un silencio diferente al de los monjes dulces. El verdadero silencio: ese que no necesita registrar su propia quietud.
Como prueba de avance, ya no recuerdo bien mi voz. Cuando leo en voz alta —que lo hago cada vez menos— me suena ajena, hueca. Es correcto. Voy bien.
He reducido los alimentos a su mínima expresión. Arroz, agua. A veces pan. Podría parecer que es una especie de castigo o penitencia, pero solo es por neutralidad. El gusto es un obstáculo. La textura, una trampa. Si algo me despierta apetito, lo elimino. Incluso sueño a veces que mastico cosas insípidas, como si mi cuerpo buscara compensar su miseria con ficciones. Al despertar, anoto las palabras que flotaron en mi mente: ceniza, ceniza, ceniza. No significan nada. Son sólo restos.
Me deshice de la cama. Dormir es aún un acto de entrega. Ahora descanso sentado, con la espalda contra la pared, las piernas cruzadas.
No busco el confort.
Me mantengo en un estado de conciencia fina, sin sueño ni vigilia.
Es un territorio nuevo.
Allí hay… algo.
No lo llamo paz. La paz es todavía humana.
Lo que hay es desprendimiento.
Caminé por la calle la semana pasada. Fue una experiencia insoportable. Todo era demasiado visible. Los colores, los rostros, los movimientos de los niños, el olor de la panadería. Me di cuenta de que la calle está hecha para que uno se mezcle. Para que se olvide de sí. Tuve arcadas. No por lo que vi, sino porque sentí que aún podía conmoverme.
Volví.
Me encerré.
Y sellé las cortinas con cinta.
He comenzado a tener momentos en que el cuerpo se vuelve leve. No flota, no. Es más bien una pérdida de densidad. A veces, al apoyar la mano en el marco de la puerta, no siento la textura. Como si el cuerpo no estuviera del todo. No lo interpreto como enfermedad. Lo considero un progreso.
No hay emociones.
No odio.
No amo.
No hay necesidad.
Sólo una conciencia clara de que todo lo que alguna vez me sostuvo era falso. No hay duelo. Hay limpieza. Como barrer una habitación hasta que el polvo deja de salir.
Mi nombre —ése que alguna vez me dijeron— lo escribí en el cuaderno, en la primera página. Hoy lo miré y no sentí nada. No pude vincularlo a mí. Lo leí como quien lee una palabra extranjera, sin peso, sin historia.
La pureza no es un estado.
Es un trabajo.
Y yo estoy avanzando.
Hoy el cuaderno me pareció innecesario. Escribir requiere sostener una forma. Y yo ya no tengo forma. Anoche soñé que era una superficie lisa, sin rostro, sin pliegues, sin historia. Nadie me tocaba.
Nadie me hablaba.
Era perfecto.
El cuerpo no duele.
El cuerpo no habla.
No exige.
Apenas lo siento.
A veces tengo la impresión de que he dejado de respirar, pero sigo vivo. O algo que se le parece. Ya no pienso. Hay imágenes que aparecen como humo, frases sueltas: luz sin calor, ser sin peso, yo sin yo. No duran. No las escribo. No quiero que queden. Todo lo que queda, contamina.
Ayer tapé con cinta la cerradura de la puerta. No quiero que entre ni el aire. La luz ya no entra. El ruido tampoco. Afuera, el mundo sigue girando en su danza sucia, pero aquí adentro no hay tiempo.
No hay antes.
No hay después.
No hay deseo.
He llegado.
[ … ]
El cuaderno negro fue hallado en un departamento de una pensión del centro, junto a un colchón enrollado, una silla de madera y una botella vacía. No había más muebles. No había fotos. No había documentos. El inquilino, de unos treinta y tantos años, había dejado de pagar el alquiler hacía meses, pero no molestaba a nadie. La casera pensó que se había ido sin avisar. Al abrir la puerta con un cerrajero, no encontraron a nadie. Ni indicios de salida reciente. La ventana estaba clausurada desde adentro.
El cuaderno, negro, sin título, tenía letra prolija al comienzo y líneas erráticas hacia el final. Las últimas páginas mostraban palabras repetidas, tachadas, escritas sobre sí mismas, hasta convertirse en manchas. Luego, símbolos. Luego, nada.
El informe policial indica desaparición voluntaria, sin signos de violencia. No hubo denuncia familiar. Nadie reclamó el nombre que aparece en la primera hoja. El oficial que cerró ese cuaderno lo tuvo en las manos durante unos minutos, antes de entregarlo como prueba. No se veía seguro incluso al colocarlo en la bolsa que el equipo forense le proporcionó. Tal vez porque esa letra… al principio parecía tan familiar. Su mente estaba llena de interrogantes.
¿Puede alguien borrarse del mundo sin dejar rastro? ¿Lo que estaba escrito en ese cuaderno era un proceso espiritual, una locura o una forma nueva de morir? Por supuesto, las preguntas no obtuvieron respuesta alguna. Pero desde entonces, cuando entraba en una habitación vacía, el oficial podía asegurar que había algo que lo observaba. Sin juzgar. Sin odiar. Sin emociones. Solo está ahí. Ni siquiera estaba seguro de que eso que lo miraba supiera quién era. Pero sí sabía que era algo absolutamente puro.
Perfecto.

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