Historia del Joven de Piedra

Historia del Joven de Piedra

 Historia del Joven de Piedra

Este es uno de los cuentos de
Las mil y una noches.

 

El rey, azorado, se acercó al jovencito que estaba en el trono del rey, necesitaba ver de cerca. La mitad inferior era de piedra y del ombligo para arriba era humano. El rey le preguntó qué había sucedido con él. Y el muchachito le dijo:

¡Señor! Mi padre era rey de esta ciudad, y se llamaba Mahmud; era dueño de las Islas Negras, y poseía estos cuatro montes. Gobernó durante setenta años y luego murió. Le sucedí en el poder y me casé con una prima que me amaba mucho, tanto que, cuando estaba lejos de ella, ni comía ni bebía hasta que volvía a verme. Permaneció bajo mi protección durante cinco años, hasta que cierto día fue al baño y mandó al cocinero que nos preparase la cena. Llegué a este palacio y me adormecí en el lugar en que ahora estoy.

 Mandé a dos esclavas que me abanicasen. Una se sentó junto a mí cabeza y la otra, a mis pies. Estaba intranquilo por la ausencia de mi esposa y no acababa de dormirme; antes bien, tenía los ojos entornados, pero mi espíritu estaba despierto. Oí que la esclava que estaba junto a mi cabeza le decía a la que estaba a mis pies: “¡Masuda! ¡Qué desgraciado es nuestro dueño en plena juventud! ¡Qué tristeza la suya al tener por esposa a nuestra señora, que es pérfida y pecadora! ¡Maldiga Dios a las mujeres adúlteras! Nuestro señor y su buen carácter no convienen a esa prostituta que para todas las noches en una casa que no es la suya”. La que estaba junto a mi cabeza, dijo: “Esto no debe preocuparle a nuestro dueño, ya que nunca le ha pedido cuentas”. “¡Ay de ti! ¿Es que nuestro señor sabe lo que ella hace? Le ha privado de su voluntad, pues le pone en la copa una mezcla que le da a beber todas las noches, antes de acostarse, y en ella pone banch 1 . Así duerme profundamente y no se entera de lo que ocurre ni sabe adónde va ni qué hace. Ella, después de haberle escanciado la bebida, se pone sus ropas y dejándole solo en el lecho, se ausenta hasta la llegada de la aurora, en que regresa a su lado; entonces le hace oler algo que le despierta de su sueño.”  

Cuando oí las palabras de las esclavas, mi semblante pasó de risueño a sombrío; sólo deseaba que llegase la noche. Regresó por fin mi prima del baño, extendió el mantel, cenamos y estuvimos sentados durante un rato, de sobremesa, como era nuestra costumbre. Después, pedí la bebida que tomaba antes de acostarme, y ella me entregó el vaso. Me abstuve de beber, pero, aparentando que lo hacía según era mi costumbre, lo vertí por el escote de mi vestido y, en el acto, fingí caer dormido. Entonces ella exclamó: “¡Duerme! ¡Ojalá no despertaras más! ¡Te odio! ¡Odio tu figura! ¡Estoy harta de tu trato!” Se levantó, se vistió sus mejores trajes, se perfumó, ciñó una espada y, abriendo la puerta del palacio, salió. Me incorporé y la seguí: cruzó la puerta del alcázar y atravesó los zocos. 

Así llegó a las puertas de la ciudad, a las que dirigió unas palabras que no entendí: los cerrojos cayeron, las puertas se abrieron y yo salí tras ella, sin que se diese cuenta. Llegó, por fin, a unas colinas y entró en un torreón recubierto por una cúpula de barro: cruzó la puerta, y yo subí a la azotea de la cúpula, desde donde podía ver lo que ocurría. Ella se presentó ante un esclavo negro, ardiente, cuyo labio superior parecía una tapadera y el inferior, un pote, tan colgantes, que podían recoger el polvo del suelo; estaba cubierto de pústulas y se recostaba encima de unas cañas de azúcar. La reina besó la tierra delante de él y el esclavo levantó la cabeza y, mirándola, dijo: “¡Ay de ti! ¿Qué te ha hecho llegar tan tarde? He invitado a los negros, han bebido y todos se han abrazado a sus respectivas amantes. Sólo yo me he abstenido de beber, pues te esperaba”. “¡Señor! ¡Amado de mi corazón! ¿No sabes que estoy casada con mi primo, al que me repugna ver, cuya compañía odio con toda mi alma? Si no fuese porque temo por ti, hace ya tiempo que habría transformado la ciudad en ruinas; en ella sólo cantarían el búho y el cuervo, y habría transportado sus restos al monte Qaf.” “¡Mientes, desvergonzada! ¡Por la virilidad de los negros —aunque nuestra hombría fuese como la hombría de los blancos—, juro que si vuelves a llegar a esta hora, a partir de hoy dejaré de ser tu amante y no colocaré más mi cuerpo sobre el tuyo! ¡Ah! ¡Traidora! ¡Has saltado únicamente a causa de tu voluptuosidad, impúdica, la más vil de las blancas!” Refirió el rey : 

Cuando hube oído sus palabras y hube visto con mis propios ojos lo que ocurría entre ambos, perdí el mundo de vista y no supe ni en dónde me encontraba. Mi prima permanecía en pie, llorando, humillándose, y le decía: “¡Amor mío! ¡Fruto de mi corazón! No tengo a nadie más que a ti. Si me abandonas, ¡ay de mí, amor mío! ¡Luz de mis ojos!” No dejó de llorar y de humillarse ante él hasta que la perdonó. Entonces se tranquilizó, se quitó el traje y la ropa interior y le dijo: “¡Señor mío! ¿Tienes algo que darle de comer a tu esclava?” “Destapa la olla: encontrarás huesos de ratón cocidos. Cómelos y mastícalos. En ese tazón encontrarás buza: bebe.” Comió, bebió, se lavó las manos y, regresando a su lado, se tendió junto al esclavo, encima del montón de cañas: desnuda, se metió debajo de la colcha y los harapos. Cuando vi lo que hacía mi prima, perdí el conocimiento: descendí de lo alto de la cúpula, entré, cogí su espada y quise matar a los dos. Primero golpeé el cuello del esclavo… y le corté la cabeza, el cuello, la piel y la carne; creí que lo había matado, pues exhaló un suspiro muy fuerte. Mi prima se movió e incorporó, pero yo ya me había ido. Cogió la espada, la enfundó en la vaina, volvió a la ciudad, entró en el palacio y se tendió a dormir en mi lecho hasta la mañana. 

Al día siguiente se cortó el cabello, vistió de luto y me dijo: “¡Primo! No me censures por lo que hago, pero es que me he enterado de que mi madre ha muerto, de que han matado a mi padre en la guerra santa y de que uno de mis hermanos ha perecido víctima de la picadura de un animal venenoso, y el otro sepultado en la caída de un edificio. Es justo que llore y me entristezca”. Cuando oí sus palabras, le dije: “Has lo que bien te parezca, pues no he de contrariarte”.  

Permaneció triste y llorosa durante un año entero, desde el principio hasta el fin. Después de transcurrido este año, me dijo: “Quisiera construir en tu palacio un mausoleo que parezca una cúpula. Así me aislaría con mi pena. La llamaría la ‘Casa de los duelos’ ”. “Haz lo que te parezca bien.” Se construyó la “Casa de los duelos” y colocó en su centro una cúpula y una tumba parecida a un sepulcro, a la que transportó y en la que depositó al negro. Éste no había muerto, pero estaba muy débil y no podía servir de nada a mi prima: bebía vino continuamente, y desde el momento en que lo herí, no podía hablar, pero aún no le había llegado su hora. Ella lo visitaba todos los días, mañana y tarde, en la cúpula; lloraba a su lado, loaba sus virtudes y le daba a beber vino y caldo. 

Así continuaron las cosas, mañana y tarde, hasta el segundo año. Yo tuve paciencia, hasta el día en que entré, de improviso, en su habitación y la encontré llorando, abofeteándose el rostro y recitando estos versos: 

Después de que os habéis alejado, 

he perdido la razón de vivir entre los humanos; 

mi corazón sólo a vosotros ama. 

Coged mi cuerpo, por favor, y llevadlo doquiera que vayáis; 

doquiera que os detengáis, enterradme a vuestro lado. 

Si mencionáis mi nombre al pie de mi tumba, 

el gemido de mis huesos contestará a vuestra invocación. 

Cuando terminó de recitar estos versos, le dije, desenvainando la espada: “¡Éstas son las palabras de las traidoras que reniegan del tálamo y no respetan la amistad!” Quise matarla y levanté mi mano en el aire. Ella se volvió y, dándose cuenta de que había sido y o quien había herido al negro, se puso en pie, pronunció unas palabras que no entendí y dijo: “¡Transfórmete Dios, en virtud de mis conjuros, en mitad piedra y mitad hombre!” Y quedé metamorfoseado en la figura que ahora estás contemplando: vivo sin poder levantarme ni sentarme; ni vivo ni muero. Cuando estuve así, encantó la ciudad y todo lo que ella contenía: zocos y jardines. En nuestra capital había cuatro clases de habitantes: musulmanes, cristianos, judíos y parsis; a todos los transformó en peces: los blancos son los musulmanes; los encarnados, los parsis; los azules, los cristianos, y los amarillos, los judíos. Metamorfoseó las cuatro islas de mi reino y las transformó en montes, a los que dispuso alrededor del estanque. Cada día me visita y me da cien latigazos con un azote de piel, hasta que salta mi sangre, después de lo cual me pone debajo de estas ropas, en la mitad superior de mi cuerpo, una camisa de crin. 

El muchacho rompió a llorar y recitó: Paciencia, ¡oh Dios!, con lo que Tú has dispuesto y ordenado. Tengo paciencia, si es que en ella está tu satisfacción. He probado la desgracia que me ha afligido. Mi único intercesor es la familia del Profeta bendito

Al oír esto, el rey se volvió al joven y le dijo: 

Has añadido una pena a mis penas. ¿Dónde está esa mujer? 

En la tumba en que reposa el esclavo, debajo de la cúpula. La visita una vez al día y, cuando va, se me acerca, me desnuda y me da cien latigazos; lloro y grito, pero no puedo hacer ni un movimiento para defenderme. Después de haberme atormentado mañana y tarde, lleva al esclavo bebidas y caldos.

¡Por Dios! Que he de hacerte un favor por el cual se me reconocerá, y un beneficio que, después de mi muerte, quedará en los anales de la Historia!

 El rey se sentó y se quedó hablando con él hasta que llegó la noche. Entonces se levantó y esperó la llegada del alba. Se desnudó, ciñó la espada y se dirigió al lugar en que estaba el esclavo. Vio allí velas y candiles, incienso y pomadas. Se le acercó, le dio un golpe y lo mató. Lo colocó sobre su espalda y lo echó en un pozo que había en el palacio. Volvió a bajar, se vistió con la ropa del negro y se quedó debajo de la cúpula, con la espada desenvainada en toda su longitud. Al cabo de un rato llegó la bruja, la libertina, y en cuanto entró, desnudó a su primo, cogió el látigo y le azotó. Él gritó: “¡Ay ! ¡Me basta la inmovilidad en que estoy ! ¡Ten piedad!”  “¿Tuviste tú piedad de mí? ¿Dejaste en paz a mi amante?”.

 Finalmente le puso la camisa de crin y encima la otra ropa. Bajó junto al negro, llevándole una copa de bebida y una taza de caldo; entró en la cúpula y rompió a llorar y a gemir diciendo: 

¡Señor mío, háblame! ¡Señor mío, dime algo!” Y recitó: ¿Hasta cuándo durará este desvío y esta crueldad? Ya basta lo que ha hecho la pasión. ¿Hasta cuándo seguirás huyendo de mí intencionadamente? Si te has propuesto castigar a quien me deseaba, ése ya tiene bastante.  Llorando añadió:  ¡Señor mío, habla y dime algo!

Entonces el rey, bajando la voz y desfigurando las palabras, se expresó en la jerga de los negros: 

¡Ah, ah! —dijo—. ¡No hay fuerza ni poder sino en Dios! 

Cuando ella oyó sus palabras, dio un grito de alegría y cayó desmayada. Cuando se repuso, preguntó: 

  ¿Es que mi señor está curado?

El rey bajó la voz y dijo débilmente: 

¡Libertina! ¡No eres digna de que te hable!

¿Por qué?

Todo el día estás atormentando a tu esposo y él grita, y eso me enoja hasta tal punto que no puedo dormir desde el atardecer hasta la mañana, ya que tu marido no cesa ni un momento de suplicarte y de implorarte clemencia: su voz me desvela. Si no hubiese sido por eso, ya me habría curado. Eso es lo que me impide contestarte.

Con tu permiso, lo libraré del estado en que se encuentra.

Desencántalo y nos dejará en paz.

En el acto. La mujer se levantó, salió de la cúpula y se dirigió al palacio. Tomó un tazón, lo llenó de agua, pronunció sobre ella unas palabras y el agua empezó a hervir como hierve en un recipiente puesto al fuego. Después roció con ella a su esposo y dijo: Por el poder de lo que salmodio, ¡abandona esta forma y vuelve a tu primitiva figura!

El joven se sacudió, se irguió sobre los pies y se regocijó por su liberación. Dijo: 

¡Atestiguo que no hay más dios que Dios, y que Mahoma es el enviado de Dios! ¡Dios le bendiga y le salve!

¡Vete y no vuelvas más por aquí, pues de lo contrario te mataré! le gritó ella a la cara. El joven salió de su presencia y ella volvió a la cúpula, descendió y dijo: 

¡Señor mío! ¡Sal para que te vea! Él contestó con palabras muy tenues: 

¿Qué has hecho? ¡Me has quitado las ramas, pero no el tronco!

¡Amado mío! ¿Cuál es el tronco?

Las gentes de la ciudad y de las cuatro islas. Todas las noches, cuando reinan las tinieblas, los peces sacan la cabeza fuera del agua y nos maldicen a ambos, a ti y a mí. Ésta es la causa que mantiene apartado de mi cuerpo el vigor de antaño. ¡Ponlos en libertad y regresa, coge mi mano y hazme levantar, pues habré recuperado la salud! Cuando oyó las palabras del rey, la mujer, que creía que era el esclavo, respondió loca de alegría: 

¡Señor mío, lo que tú quieras! ¡Por el nombre de Dios!… Muy contenta, salió corriendo, se dirigió a la alberca y, tomando un poco de agua, pronunció unas palabras ininteligibles. 

Los peces se agitaron, sacaron la cabeza y se transformaron, en el acto, en hombres, pues el embrujo había cesado. La ciudad recobró su vida, los mercados volvieron a funcionar, cada habitante volvió a sus quehaceres habituales y los montes se convirtieron en islas. La apasionada bruja, en cuanto hubo terminado, regresó junto al rey, al que ella tomaba por el esclavo, y le dijo:

¡Amado mío! ¡Dame tu mano generosa para que la bese! El rey le dijo en voz baja: 

¡Acércate más! Ella se acercó, él cogió su cimitarra y se la clavó en el pecho, hasta que la punta le salió por la espalda. Después, de un mandoble, la partió en dos mitades. Hecho esto, salió de la cúpula y encontró al joven embrujado esperándole de pie, le felicitó por su liberación y el joven besó la mano de su salvador, dándole las gracias. El rey le preguntó: 

¿Permanecerás en tu ciudad o me acompañarás a mis estados?

¡Oh, rey del tiempo! ¿Sabes cuál es la distancia que te separa de tu ciudad?

Dos días y medio.

¡Oh, rey ! Si estás durmiendo, despierta: tu ciudad está a un año de marcha, andando rápido. Si llegaste aquí en dos días y medio, fue debido a que mi ciudad estaba embrujada. Pero yo, rey, no apartaré de tu lado la mirada de mis ojos. El soberano se alegró al oír estas palabras, y respondió: 

¡Loado sea Dios, que me ha favorecido al ponerte en mi camino! Serás mi hijo, ya que en toda mi vida jamás me los ha concedido

Se abrazaron y se alegraron en extremo. Después se dirigieron a palacio y allí el rey explicó a quienes habían estado embrujados, a los magnates de su reino, que iba a emprender la noble peregrinación. Le prepararon todo lo que era necesario y en seguida él y el sultán emprendieron la marcha, pues éste estaba impaciente por llegar a sus estados, de donde faltaba desde hacía un año. Les acompañaban cincuenta mamelucos, cargados de regalos, y no pararon ni de día ni de noche, hasta que, transcurrido un año, llegaron a la ciudad del sultán. 

El visir y el ejército les salieron al encuentro muy contentos, pues ya habían perdido la esperanza de volverlo a ver. Los soldados se aproximaron, besaron el suelo delante de su señor y le felicitaron por estar a salvo. El sultán entró en palacio, se sentó en el trono y mandó llamar al visir, a quien informó de todo lo que le había ocurrido con el joven. El visir, enterado de lo que había sufrido aquél, le felicitó por estar a salvo. 

Cuando se normalizó la situación, el rey repartió dones entre muchas personas y después le dijo al visir: 

¡Que me traigan al pescador que me ofreció los peces! Se mandó buscar a este hombre que había sido la causa de la salvación de toda una ciudad, y una vez en su presencia, el monarca lo abrumó con sus favores y le preguntó por su situación y por sus hijos. El pescador le informó que tenía un hijo y dos hijas. 

El rey se casó con una de éstas y el adolescente con otra; al hijo lo nombró tesorero, y envió al visir a la ciudad del joven, o sea, a las Islas Negras, nombrándole sultán y haciéndole acompañar por los cincuenta mamelucos que los habían escoltado; los llenó de regalos para todos los príncipes. El visir le besó la mano y emprendió el viaje, mientras que el rey y el joven se quedaron viviendo en paz y tranquilidad; el pescador, por su parte, pasó a ser el hombre más rico de su tiempo, y sus hijas fueron las esposas de los reyes, hasta que les llegó la muerte.

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Benicio
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