El sabio y el vino
Este es un relato extraído de
Las mil y una Noches
Se cuenta que en todas las ciencias al-Mamún fue el Califa más versado de los abbasíes. Todas las semanas dedicaba dos días a discutir con los sabios y los alfaquíes y los polemistas se sentaban en los distintos sitios según su rango.
Cierto día en que estaba sentado con ellos se presentó en la reunión un extranjero que llevaba un traje blanco hecho jirones. Se sentó entre los últimos, detrás de los alfaquíes, en un lugar escondido. Empezaron a hablar y a discutir los distintos problemas. Era costumbre que la pregunta fuese pasando de uno a otro de los contertulios y aquel que tenía una aclaración elegante o un punto de vista particular lo exponía. La cuestión fue dando la vuelta hasta llegar al extranjero.
Tomó la palabra y dio una contestación mejor que la de todos los alfaquíes. El Califa se admiró de sus argumentos. Le mandó que cambiase su puesto por otro de mayor importancia. Cuando le tocó tratar del segundo problema contestó de modo más satisfactorio aún que en el primero. Al-Mamún le mandó que ocupase un puesto más importante. Al llegarle la tercera cuestión la solucionó de modo más admirable que las otras dos. Al-Mamún le mandó que se sentase a su lado. Terminada la discusión pasaron el aguamanil, se lavaron las manos, sirvieron la cena y después se levantaron los alfaquíes y se marcharon.
Al-Mamún retuvo consigo a aquella persona, la acercó hacia sí, la trató atentamente y le prometió toda suerte de dones y beneficios. Después se preparó una bacanal, llegaron los comensales y empezó a circular la copa de vino. Al llegarle el turno, aquel hombre se puso de pie y dijo:
– ¿Permite el Emir de los creyentes que diga una sola palabra?
– ¡Di lo que quieras!
– La gran inteligencia (¡aumente Dios su excelsitud!) del Califa, sabe que hoy he llegado a esta noble asamblea como la persona más desconocida, como el más humilde de los contertulios. El Emir de los creyentes me ha acercado hacia sí por lo razonable de mi entendimiento y me ha ido ascendiendo de categoría hasta que he llegado al sumo, a un grado en que ni tan siquiera pensaba. Pero ahora quiere separarme de la poca razón de mi entendimiento, de aquello que me ha permitido ascender desde el humilde puesto que ocupaba, de hacerme importante a partir de mi insignificancia. Ya sé que el Emir de los creyentes no envidia el poco talento, la fama y el mérito que podría tener, pero si este esclavo bebiese vino, perdería la razón, se aproximaría a la ignorancia, perdería su buena educación y volvería al puesto despreciable que ocupaba pasando a ser, a los ojos de la gente, miserable e ignorante. Espero de su recta opinión, de su virtud, de su generosidad, de su poder y de su bien natural que no le arranque esta gema.
El Califa al-Mamún, al oír estas palabras, le alabó, le dio las gracias, le hizo sentar en su propio lugar, le trató con respeto, mandó que le diesen cien mil dirhemes, le hizo montar a caballo y le regaló preciosos vestidos.
Entonces las reuniones le elevaban de rango y le ponían por encima de todos los alfaquíes, por lo que llegó a ser el más importante. ¡Dios es más sabio!
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