El vacío existencial y la pérdida de sentido
No hay ruido. No hay crisis. No hay dolor evidente. Solo una especie de niebla. Uno se levanta, desayuna, hace lo que hay que hacer. La rutina sigue su curso, nadie nos mira raro, nadie sospecha nada. Pero adentro hay algo que se fue apagando, como una lámpara que quedó encendida demasiado tiempo y ahora apenas parpadea. Nada nos entusiasma del todo, nada nos conmueve, todo parece demasiado predecible o demasiado tarde. No hay lágrimas, pero tampoco hay alegría. Y si nos ponemos a pensar —aunque es mejor no hacerlo demasiado— hay una pregunta que empieza a colarse por las rendijas: ¿esto es todo?
No hay una causa puntual. A veces ni siquiera hay una pérdida. Es apenas una sensación persistente de que la vida se nos ha vuelto ajena. Una especie de exilio emocional donde todo sigue, pero sin uno. El trabajo, la casa, los vínculos. Todo está. Pero no nos pasa nada. No nos duele. No soñamos. No deseamos. Y eso duele de una manera muda, como duele el silencio cuando ya no hay nadie que te lo comparta.
Este vacío existencial no se grita. Se arrastra. No aparece en los chequeos médicos ni se explica con análisis. Pero puede corroer lo más íntimo, eso que uno no siempre se atreve a contar. Porque “me siento vacío” no siempre encuentra un oído que lo escuche sin juzgar. Y sin embargo, cada vez más personas lo sienten. En medio del confort, del consumo, de las redes, de la hiperconexión… algo falta. Algo no encaja.
Muchos lo confunden con depresión. Otros lo ignoran hasta que explota. Pero algunos, los que logran ponerle nombre, descubren que el problema no es el dolor, sino la falta de sentido. El sinsentido. La desconexión con aquello que alguna vez los movió. Y ahí aparece la pregunta clave: ¿por qué hago esto? Esta pregunta no es nueva. Por lo general, ni siquiera se hace, porque uno sabe porqué hace las cosas. Hasta que de pronto ya no lo tenemos claro. O incluso no le vemos razón alguna para hacerlo. No alcanza con el deber, ni con las metas externas, ni con el reconocimiento ajeno. Y llega un momento en que no sirve de nada disimular. Porque lo único urgente es recuperar un porqué.
Y en este punto de inflexión —entre la resignación y la búsqueda— vamos a recurrir a Viktor Frankl. Un hombre que atravesó el infierno literal de los campos de concentración nazis y, sin embargo, escribió uno de los textos más luminosos del siglo XX. Porque Frankl no sólo sobrevivió: comprendió, en medio del horror, que incluso ahí se podía encontrar un sentido. No al sufrimiento en sí, sino a la manera en que se lo enfrentaba. Y desde esa experiencia, desarrolló la logoterapia: una forma de abordar el vacío que no lo patologiza, sino que lo respeta como señal de alarma, como llamado profundo a una vida con propósito.
¿Qué es el vacío existencial?
Viktor Frankl no fue un iluminado ni un optimista crónico. Fue un psiquiatra vienés, judío, discípulo crítico de Freud y Adler, que en 1942 fue deportado junto a su familia a los campos de concentración nazis. Pasó por Theresienstadt, Auschwitz, Kaufering y Türkheim. Cuando lo liberaron, tres años después, había perdido a su esposa, a sus padres, a su hermano… y a miles de compañeros. Pero no había perdido su eje. Porque allí, en medio del hambre, el frío y la crueldad más extrema, descubrió algo esencial: que lo único verdaderamente irrenunciable es la libertad interior. La libertad de elegir la actitud frente al sufrimiento.
Ese núcleo de humanidad, esa última trinchera, se volvió la base de su teoría: el ser humano no está motivado principalmente por el placer (como decía Freud) ni por el poder (como sostenía Adler), sino por el sentido. Una vida sin sentido puede sobrevivirse, sí, pero a un costo devastador. En cambio, quien tiene un para qué —decía Frankl— puede soportar casi cualquier cómo.
La logoterapia —su enfoque terapéutico— parte de esa premisa: el dolor no siempre se puede evitar, pero el sufrimiento se vuelve insoportable cuando se vacía de significado. Frankl no hablaba desde el escritorio, hablaba desde las ruinas, ofreciendo una invitación profunda a recuperar el propósito como brújula. El vacío existencial, entonces, no es un capricho del alma sensible, ni un síntoma menor. Es una señal clara de que algo esencial está faltando: un horizonte. Una dirección. Una conexión vital con algo que justifique el esfuerzo de seguir en pie.
Frankl lo llamaba “la voluntad de sentido”, y lo ubicaba como la motivación primaria del ser humano. Cuando esa voluntad se frustra —porque las metas son impuestas, porque los vínculos son vacíos, porque todo se reduce a sobrevivir sin preguntarse nada— aparece el vacío existencial. No como una tristeza puntual, sino como una desorientación profunda. Como si uno estuviera vivo… pero sin estar habitando su vida.
Este vacío no se llena con placeres, ni con logros, ni con distracciones. Al contrario: cuanto más se intenta tapar con consumos, con entretenimiento o con hiperactividad, más se agrava. Porque el sentido se busca, se construye, se descubre, no se puede improvisar. A veces aparece en la vocación. A veces, en una relación auténtica. A veces, en la entrega a una causa, en el arte, en la espiritualidad, en la ternura compartida. Lo que importa no es la forma, sino la conexión. La certeza íntima de que lo que hacés tiene valor. De que no estás solo flotando en el mundo, sino que hay un hilo —fino, invisible— que une tu vida con algo más grande.
Y eso, para Frankl, es lo que permite atravesar incluso los momentos más oscuros sin derrumbarse del todo. No sin dolor, pero sí sin perder el sentido.
Muchas personas que sienten ese nudo en el pecho, esa fatiga de vivir, esa falta de entusiasmo por el futuro, se preguntan: “¿Estoy deprimido?”. Y la pregunta es válida. Porque el vacío existencial y la depresión comparten más de un síntoma: la sensación de desconexión emocional, la apatía, la pérdida de motivación, el desgano para afrontar lo cotidiano. Ambas experiencias generan un retiro de la vida activa, una pérdida del interés, una sensación de sin sentido. Y en ambos casos, el mundo parece haber perdido sus colores, sus formas, su música.
Pero hay un matiz —a veces sutil, a veces contundente— que los separa. En la depresión, lo que se deteriora es la percepción de uno mismo, del mundo y del futuro. Es un trastorno del estado de ánimo donde la desesperanza es núcleo. La persona deprimida no solo se siente vacía: se siente incapaz, inútil, culpable, sola, o incluso dañina para los demás. Hay una autoimagen distorsionada, una voz interior que repite —como un eco cruel— que no hay salida, que todo está mal, que no vale la pena intentar.
Aaron Beck, el padre de la terapia cognitiva, fue uno de los primeros en sistematizar este patrón de pensamiento. Lo llamó la “tríada cognitiva” de la depresión: visión negativa de sí mismo, del mundo y del futuro. Según él, no es el dolor lo que causa la depresión, sino la interpretación que hacemos del dolor. El problema no es que algo salga mal, sino que creemos que siempre saldrá mal, que no podemos cambiar nada, que no merecemos otra cosa.
El vacío existencial, en cambio, no siempre va acompañado de esta visión degradada del yo. Puede haber una persona funcional, incluso exitosa, que de pronto se sienta hueca, desconectada, fuera de eje. No se odia a sí misma, pero no encuentra propósito. No cree que el mundo sea horrible, pero no le encuentra sabor. No necesariamente está atrapada en un pozo, pero siente que no tiene dirección.
La diferencia puede parecer menor, pero no lo es. Porque mientras la depresión necesita una intervención clínica —terapia, apoyo médico, a veces medicación—, el vacío existencial pide una revisión del sentido, una reorientación. Un volver a preguntarse, con coraje, para qué estoy acá, qué es lo que me importa de verdad, qué quiero construir con el tiempo que me queda.
Claro que no siempre es fácil distinguirlos. De hecho, muchas veces se superponen. Una depresión mal tratada puede devenir en vacío existencial. Y un vacío existencial crónico puede desembocar en depresión. Pero es importante remarcar que no son lo mismo y no se abordan igual. Es necesario registrar qué duele, cómo duele, cuándo empezó. Y, sobre todo, no minimizarlo. Porque no hay salud emocional sin sentido. Y no hay salida verdadera sin nombrar lo que pasa.
Una vez que reconocemos el vacío —ese estado de desvitalización, de pregunta muda, de desconexión emocional—, surge una necesidad urgente: ¿y ahora qué? ¿Cómo se sale de ahí? ¿Se puede salir?
La respuesta es sí, pero no como se baja de un tren equivocado. No se trata de huir del vacío, ni de taparlo con ruido, consumo o hiperactividad. Se trata de mirarlo, entenderlo… y transformarlo. Y para eso, la Psicología Positiva de Martin Seligman ofrece una guía poderosa, concreta, profundamente humana.
Seligman no niega el dolor. No propone sonreír por decreto ni repetir mantras vacíos. Lo que plantea es otra cosa: que el bienestar no se construye sólo evitando el malestar, sino generando activamente condiciones que favorezcan una vida con sentido. Y eso incluye, entre otras cosas, cultivar emociones positivas, involucrarse en actividades significativas, desarrollar fortalezas personales, construir vínculos sólidos y encontrar un propósito vital que dé dirección.
Su modelo más conocido, el PERMA, resume estas claves:
- P (Positive emotions): No se trata de estar feliz todo el tiempo, sino de entrenar la capacidad de registrar, buscar y generar emociones agradables: gratitud, placer, entusiasmo, serenidad. Son pequeñas luces en medio del gris.
- E (Engagement): Hacer cosas que nos absorban, que nos conecten con lo que somos. La famosa experiencia de flow, ese estado en el que el tiempo se desvanece porque estamos realmente presentes.
- R (Relationships): Relacionarse con otros de forma auténtica, con afecto, con entrega. No hace falta estar rodeado de multitudes, pero sí tener vínculos que nos devuelvan la mirada.
- M (Meaning): Encontrar un propósito. Algo que nos trascienda. Algo por lo que levantarse cada día. No tiene que ser épico: puede ser cuidar a alguien, crear, enseñar, servir, mejorar un rincón del mundo.
- A (Accomplishment): Sentir que logramos cosas. Que avanzamos. Que aunque sea de a poco, estamos construyendo algo con nuestras manos, con nuestras ideas, con nuestro tiempo.
Naturalmente, todo esto no se instala de un día para otro. De hecho, es probable que uno necesite de un profesional para poder iniciar el cambio. Y si hablamos de iniciar, no podemos dejar de recordar que es un proceso, un trabajo interior. No es una receta mágica ni un coaching exprés. Es emprender un camino que exige mirar hacia adentro, animarse a registrar lo que duele y comprometerse con lo que nutre. Es mirar a los ojos a ese vacío y encontrar la forma de empezar a llenarlo con sentido propio. Con actos que nos devuelvan la sensación de estar vivos por dentro.
Como decíamos, no es simple, no es fácil y a veces hace falta ayuda. No necesariamente un terapeuta, tal vez hablar con alguien de confianza basta, lo que cuenta es poder abrir una puerta. Porque la búsqueda de sentido, aunque es personal, no tiene por qué ser solitaria. Siempre hay alguien que puede sostenernos en ese camino. Y si no lo hay, se puede buscar.
Vivir —vivir de verdad— no es evitar el dolor. Es elegir, a pesar de él, lo que vale la pena. Y en esa elección diaria, imperfecta, lúcida, amorosa, está la salida del vacío. No definitiva. No garantizada. Pero posible.

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▼ Recursos Adicionales
Bibliografía consultada
Seligman, M. E. P., Steen, T. A., Park, N., & Peterson, C. (2005). Positive Psychology Progress: Empirical Validation of Interventions. American Psychologist, 60(5), 410–421.
Beck, A. T., Rush, A. J., Shaw, B. F., & Emery, G. (1979). Cognitive Therapy of Depression. New York: Guilford Press.
Beck, A. T. (1991). Cognitive Therapy: A 30-Year Retrospective. American Psychologist, 46(4), 368–375.
Frankl, V. E. (1946). El hombre en busca de sentido. Buenos Aires: Herder.
Frankl, V. E. (1959). Man’s Search for Meaning. Boston: Beacon Press.
Seligman, M. E. P. (2002). La auténtica felicidad. Madrid: Santillana Ediciones Generales.
Seligman, M. E. P. (2011). Florecer: Una nueva comprensión de la felicidad y el bienestar. Barcelona: Kairós.
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