El mito del Sol

El mito del Sol

El mito del Sol

Todo comenzó cuando Gea, la Tierra, emergió del caos con su cuerpo fértil cubierto de mares y montañas. La Tierra, en su soledad, alzó sus plegarias hacia el infinito buscando compañía. De sus plegarias nació Urano, que la cubría con su manto, pero era frío, distante, indiferente. Ella necesitaba fuego. 

Había una presencia, anterior incluso a los dioses. Una chispa pura, un núcleo ardiente de fuego que flotaba en el caos informe. No tenía un nombre, él simplemente era. Un fulgor suspendido en el vientre mismo del vacío. El clamor de Gea convirtió a esa chispa en una esfera gigantesca, dorada, encendida por el ansia misma de la creación. Helios no fue engendrado por dioses, sino por el anhelo de Gea. Fue su respuesta, su consuelo y su fuerza. En el instante en que sus rayos tocaron por primera vez la piel húmeda de la Tierra, el verde brotó. Helios la contemplaba desde lo alto, y día tras día le ofrecía su calor, su energía, su devoción muda. Cada amanecer era un saludo, cada ocaso, una despedida demorada. Gea no respondía con palabras, pero su silencio fértil era la forma más pura de aceptar ese amor: nacimientos, cosechas, flores, animales que danzaban bajo el cielo. Desde su profundidad brotaban ríos cuyas aguas reflejaron un brillo nuevo y el aire se llenó de un rumor que sería, siglos después, llamado vida. El Sol y la Tierra no se tocaban, pero se pertenecían en un pacto eterno.

El Sol no tardó en darse cuenta de que no era el único en el firmamento. Había un reflejo opuesto y distante, Selene, la Luna. Mientras Helios reinaba el día, Selene gobernaba la noche. Sus caminos nunca se cruzaban, pero sus almas se intuían. Él ascendía cuando ella dormía; ella surgía cuando él se ocultaba. Era un amor imposible, separados por el ritmo inquebrantable del cosmos. Y sin embargo, se buscaban. En los eclipses, cuando el cielo se desordenaba, se rozaban apenas, se miraban, se sonreían. Aprovechaban cada instante sin saber cuándo podrían volver a cruzarse. No hubo nunca entre ellos un amor cumplido, pero sí un deseo eterno, hecho de nostalgia y de promesa.

Los dioses olímpicos, siempre atentos al poder de la belleza, no tardaron en intervenir. Zeus, con la lógica de los tronos, impuso un orden: decretó que Helios debía conducir cada día el carro del Sol, surcando el cielo desde el este hasta el oeste. Le dio caballos de fuego, una ruta fija, y un destino que no admitía desvíos. Helios aceptó, pero no por obediencia, sino porque comprendía que su viaje era parte del equilibrio del mundo. Sin él, no habría luz. Sin luz, no habría vida. Y sin vida, el amor quedaría sin destinatario.

Fue entonces, en el borde entre la noche y el día, donde el Sol descubrió otra presencia, más tenue, más sutil: Hemera, la diosa del Día. Ella no era fuego como él, ni sombra como la Luna. Era claridad serena, la primera luz que baña los campos antes del mediodía. En su andar delicado traía la armonía. Helios la observó durante siglos, cruzándola apenas en los minutos sagrados del alba, cuando él aún no había llenado el cielo y ella todavía no se había retirado. Fue un amor distinto a todos los demás. No estaba hecho de llamas ni de persecución, sino de breves encuentros, de miradas compartidas en el umbral del día. Era un amor silencioso, sin reclamos, sin promesas. Pero era verdadero. 

A lo largo de los siglos, el Sol fue llamado con diferentes nombres. Fue Ra en Egipto, Surya en la India, Belenos entre los celtas, Tonatiuh para los aztecas. Pero detrás de cada máscara, de cada mito nuevo, permanecía la misma esencia: el amante eterno que no se cansa de volver, que nunca exige, que simplemente brilla. Y eso lo hacía muy feliz. Sin embargo, con el tiempo, el Sol comenzó a notar que su historia era contada de manera muy diferente. Los hombres, comenzaron a cambiar los relatos. Helios, antaño venerado como testigo y portador del día, fue desplazado por otra figura: Apolo, el dios joven de las artes, de la poesía, de las profecías. Donde antes se decía Helios, comenzaron a decir Apolo. El fuego fue confundido con el canto, la rueda celeste con la lira. Y Helios, orgulloso, herido, decidió retirarse de los relatos. Volvió a su trono en el lejano oriente, desde donde cada mañana se alza sin que nadie lo llame, sin que nadie lo adore, por pura fidelidad al mundo.

Y aunque las culturas se olviden, aunque los dioses cambien de rostro y de idioma, el Sol permanece. Cuando un niño nace y abre por primera vez los ojos al mundo, cuando dos enamorados se miran a la luz del amanecer, cuando los campos reviven tras la helada, ahí está Helios. No como dios olvidado, sino como fuerza presente, callada, imprescindible.

Porque, en el fondo, más allá de órbitas y ecuaciones, más allá de teologías o supersticiones, el Sol sigue siendo lo que fue desde el principio: el amante incansable. De Gea, la Tierra que florece bajo su luz. De Selene, la reina de la noche que nunca puede alcanzar. De Hemera, la luz que lo precede. Por eso, en cada atardecer, cuando el cielo se tiñe de fuego y el horizonte arde, no estamos viendo el fin de un día, sino la despedida de un amante que se resiste a partir.

Y al hacerlo, promete siempre volver.

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Benicio
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