Aldo y la paz tras la tormenta

Aldo y la paz tras la tormenta

Capítulo 8

La paz tras la tormenta

El amanecer llegó sin estridencias, no hubo presagios ni grietas ni zumbidos, solo el cielo tornándose lentamente azul sobre el Atlántico, como si el mundo volviera a latir con un ritmo conocido, el mar por fin estaba en silencio, pero no un silencio de amenaza, era otro, más profundo, más antiguo, un silencio de descanso.

Aldo observaba el horizonte desde la cima del acantilado, con la niña sentada a su lado, ella ya no temblaba, su mirada, antes atravesada por una conciencia que no era suya, era ahora limpia, cansada, humana.

El faro de Punta Herminia giraba de nuevo, su luz deslizándose sobre las olas como una caricia. A su espalda, Aina y el anciano recogían los restos del círculo de protección. No harían falta más sellos esa noche.

La grieta estaba cerrada.

No borrada.

Pero sí vista. Reconocida. Integrada.

—¿Te duele algo? —preguntó Aldo en voz baja.

La niña negó suavemente con la cabeza, miraba el mar con los pies colgando sobre la roca, como si aún pudiera oírlo respirar, en sus manos la concha blanca se había deshecho en polvo, y la espiral en su palma ya no estaba.

Solo quedaba piel. Solo quedaba ella.

 En el faro de Punta Herminia, Aina y el anciano encendían la lámpara manualmente. No confiaban aún en la automatización. No después de lo ocurrido. Cuando Aldo entró en el círculo de piedra, Aina lo miró sin palabras.

Y él entendió.

Ella también había llevado esa herida mucho tiempo. Ahora, algo en su rostro era distinto. Menos carga. Más horizonte.

—¿Volvió? —preguntó ella.

Aldo asintió.

—Y no lo rechacé.

El anciano se limitó a entregar un objeto envuelto en tela. Era la piedra negra que había activado la memoria. Pero ahora, en su superficie… brillaba una espiral nueva. Una doble. Completa.

—Lo recordarás siempre —dijo el anciano.

—Eso quiero —respondió Aldo—. No para vigilar… sino para cuidar.

Horas después, Aldo condujo por la costa bajo una lluvia fina, la niña dormía en el asiento trasero envuelta en su abrigo, no hablaba desde que salieron del faro, no hacía falta, el camino era conocido, aunque no lo hubiera recorrido en años su cuerpo lo recordaba, la casa, el jardín pequeño, el portal verde con pintura saltada, y detrás de la puerta su hermana.

Cuando abrió, no hubo reproches, solo ojos enrojecidos, un instante detenido, y luego, el abrazo.

La niña se lanzó a los brazos de su madre con la fuerza de quien ha regresado de muy lejos. La mujer la alzó temblando, besándole el pelo una y otra vez, como si necesitara convencerse de que era real.

Aldo no dijo nada. Solo esperó en el umbral.

Su hermana lo miró.

No con rencor. Con algo mucho más difícil de sostener: gratitud.

—¿Está bien? —preguntó.

—Ahora sí —respondió él—. Ahora es solo una niña.

Ella asintió lentamente. Y por un momento, los dos hermanos compartieron un silencio que no dolía. Uno que, de algún modo, también era un abrazo.

Antes de cerrar la puerta, su hermana añadió:

—Gracias por verla.

Y Aldo entendió que no se refería solo a la niña.

Días después, el faro seguía girando. Las mareas volvieron a su ciclo. Las gaviotas, al fin, regresaron. Y los viejos del puerto repetían en voz baja:

“El mar ha dormido. Pero esta vez… sin soñar.”

Aldo paseaba solo por el espigón de O Portiño. No buscaba signos. No esperaba voces. Solo dejaba que el aire le acariciara la cara, y que la sal le recordara que seguía aquí como Guardián y en paz.

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Luna
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