Aldo y El Niño que Fue

Aldo y El Niño que Fue

 Capítulo 6

El niño que fue

Tenía ocho años.
Llovía.
Su madre estaba en el coche, gritando al teléfono. Su padre, lejos. Él bajó solo a la playa.

Fue en la cala escondida, donde el mar siempre parecía más profundo. Recordaba haber oído un canto. No de sirena. De algo más grave. Más antiguo. Un lamento.

Y entonces lo vio.

Un niño. Otro niño. De su misma edad. De su misma cara. Jugando en el agua, llamándole con la mano.

Aldo se acercó.

—¿Quién eres? —preguntó.

—Soy tú —respondió el otro—. Pero el que no fue elegido.

Un temblor rasgó el suelo bajo sus pies. La marea retrocedió bruscamente.

Aldo miró alrededor. Nadie. Solo el mar. El otro Aldo se hundía poco a poco, como si la arena lo tragara.

—¡Ayúdame! —gritó.

Él estiró la mano.

Pero no lo alcanzó.

El agua volvió de golpe, como una lengua furiosa, y lo arrastró.

—¡No! —gritó Aldo al presente, sudando, jadeando—. ¡No era un sueño!

El anciano lo sostuvo por los hombros.

—Lo enterraron en tu mente para protegerte. No fue un accidente. Fue un ritual fallido. Un intento de suplantación.

—¿Una suplantación?

Aina se arrodilló a su lado.
—Skír no quería matarte, Aldo. Quería dividirte. Separarte. Usar una parte de ti para cruzar… y dejar la otra como ofrenda.

—¿Y qué pasó con el otro niño?

El anciano bajó la vista.

—Quedó atrapado. En el fondo. Entre reflejos. Él es la grieta. El eco que no se cerró. Y mientras exista… Skír tendrá un ancla.

Aldo se cubrió la cara con las manos. No lloraba. Pero el vértigo era real. No había heredado el conflicto. Era el conflicto.

Aldo bajó la mirada hacia sus manos.
Aún estaban húmedas por haber tocado la concha. El anciano lo observaba en silencio, apoyado en su bastón de madera retorcida, mientras Aina miraba hacia el mar con expresión tensa.

—¿Qué es lo que olvidé? —preguntó Aldo por fin, con voz quebrada.

El anciano suspiró.

—No lo olvidaste. Lo encerraste. Lo sepultaste para poder seguir respirando. Pero está ahí. En lo más profundo. Y si no lo traes de vuelta tú… el abismo lo hará por ti.

—¿Dónde?

—Donde empezó todo —respondió Aina, girándose al fin para mirarlo—. En el acantilado. En la grieta que viste abrirse. No fue solo el mar el que se resquebrajó.

Aldo asintió lentamente.

—Entonces… tengo que volver.

—No irás solo —dijo el anciano, alzando su bastón—. Pero tampoco podremos cruzar contigo. Solo tú puedes entrar. Nosotros… te sostenemos desde este lado.

Una ráfaga de viento cruzó el risco. El cielo se nublaba con rapidez.

—¿Y la niña? —preguntó de pronto Aldo, como si la certeza acabara de golpearle el pecho—. No la vi entre los evacuados… ni en la ciudad.

Aina y el anciano intercambiaron una mirada sombría.

—Ella no es solo una niña —murmuró Aina—. Es una señal. Un umbral. Lo sabrás cuando estés dentro.

Aldo no respondió. No podía porque en lo más profundo, lo intuía.

Esa niña… era parte de él. Y había ido demasiado lejos.

La niña estaba sentada en la playa. No parecía asustada. Dibujaba círculos en la arena con una concha blanca. Su vestido estaba seco. Demasiado seco. Como si el agua no se atreviera a tocarla.

—¿Por qué no quieres mirar? —susurró, alzando la vista hacia el mar—. Ya ha pasado tanto tiempo…

Una ola se retiró. Bajo la espuma, apareció una figura.

No era Aldo. Pero lo parecía.

Un niño. Mojado. Cansado.

—No puedo —dijo él.

—Sí puedes —replicó la niña, con una sonrisa muy suave—. Solo que aún no sabes quién eres.

La imagen se deshizo como humo.

Y en el mismo instante en que el eco de su voz se desvanecía, Aldo sintió un tirón en el pecho. No era físico. Era memoria. Una ráfaga de sal y frío recorrió su espina dorsal, como si aquella escena hubiera ocurrido dentro de él. O peor aún, como si siguiera ocurriendo a través de él.

Sin decir nada, sin mirar atrás, comenzó a descender por el sendero que llevaba al acantilado. La tierra crujía bajo sus pies. Cada paso se sentía más pesado que el anterior. Pero no era miedo lo que lo empujaba. Era una urgencia antigua. Un reconocimiento.

A medida que bajaba, la bruma se hacía más espesa. El viento, más afilado. Como si el mundo resistiera su avance.

Y, sin embargo, allí estaba.

Al fondo de la grieta, justo en el punto donde la tierra se abría al abismo, la niña lo esperaba. De pie. Inmóvil. Pero con la misma concha blanca entre los dedos.

—Has vuelto —dijo, sin asombro.

Aldo no pudo evitar mirarla como si fuera real. Porque lo era. Aunque no supiera cómo. Aunque su mente se negara a explicarlo.

—¿Qué eres tú? —preguntó, al borde del susurro.

La niña lo miró con una ternura que no pertenecía a su edad.

—Soy la parte que dejaste atrás.

Y entonces el suelo vibró.

El abismo respondió.

El suelo vibró.

Primero como un temblor sutil, casi imperceptible, como si la tierra respirara por debajo. Luego, como un latido. Profundo. Ancestral. Aldo dio un paso hacia la niña, pero el suelo se agrietó con un crujido que no sonó como roca… sino como hueso.

La grieta se abrió.

No hacia abajo, sino hacia dentro. Como si la tierra, harta de contener lo innombrable, se partiera en dos para mostrar lo que había debajo de la piel del mundo. No hubo gritos. No hubo caída. Solo un instante suspendido en el que el tiempo dejó de tener forma.

Y en ese instante, el mar habló.

No con olas. Con voces. Miles. Superpuestas. Una cacofonía de memorias ahogadas, de rezos nunca escuchados, de promesas rotas en el filo de la marea. La niña, de pie al borde de la grieta, no parecía asustada. Su cabello ondeaba como si ya estuviera sumergida. Y sus ojos… ya no eran los suyos. Eran espejos. Espejos que mostraban no el presente, sino lo que fue y lo que aún no ha sido.

—Es hora —dijo.

Aldo sintió cómo la tierra bajo sus pies dejaba de sostenerlo. No cayó. Fue arrastrado. Como si la grieta no se lo tragara, sino que lo reclamara. La niña no gritó ni lo siguió. Se desdibujó al instante. Su figura quedó flotando sobre la hendidura como una imagen quemada sobre una fotografía antigua.

El descenso no fue físico.

Fue un ahogo sin agua. Una asfixia sin manos. Una caída dentro de sí mismo. Las paredes del abismo no eran roca ni tierra. Eran carne de recuerdos, piel de memorias enterradas. Por cada metro que descendía, una imagen lo atravesaba: su madre llorando en la cocina; su reflejo de niño hablando solo frente al espejo; la playa… aquella playa… y el canto.

Y en el fondo —el verdadero fondo—, estaba él.

No él ahora.

El otro.

El niño.

Mojado. Frío. Solo. Con una concha negra entre las manos, como si aún esperara a que alguien lo salvara. Como si jamás hubiera dejado de hundirse.

Aldo se arrodilló frente a él.

Y por primera vez en su vida, se atrevió a mirarlo sin miedo.

—No te salvé —dijo en voz baja.

El niño no respondió. Pero sus ojos —idénticos a los suyos— brillaban con un dolor que no venía del presente. Era el dolor de haber sido olvidado. De haber sido necesario… pero no amado. De haber sido el precio de algo que nunca pidió.

—Te dejé allí. Para seguir vivo. Para poder… fingir que no pasó.

El niño extendió una mano.

Y Aldo la tomó.

No hubo luz. No hubo redención. Hubo unión.

Y la grieta… volvió a cerrarse.

Pero no desde fuera.

Desde dentro.

Aldo no sabía si estaba soñando o recordando. Si había descendido al fondo de una grieta o al fondo de sí mismo. Pero lo sentía.

Ya no era un lugar.

Era un umbral.

El niño —ese otro Aldo que había quedado atrás— no hablaba, pero su presencia era absoluta. Y cuando sus manos se unieron, algo se desató. No una explosión. No una luz cegadora. Sino un murmullo. Un despertar.

La sombra empezó a formarse.

No emergió de la tierra ni del mar. Lo hizo desde el tejido de la realidad. Como si la existencia tuviera una grieta y por allí se filtrara algo que nunca fue humano.

Skír.

Su forma no era fija. Era lo contrario de una forma. Una presencia sin contorno, hecha de corrientes, de vacío, de antiguas voluntades sin cuerpo. Parecía crecer y decrecer al ritmo de una respiración que no se oía pero se sentía en los huesos.

Aldo sostuvo la mirada. Si es que aquello tenía ojos.

—Ya no me escondo —dijo.

La voz no respondió. Pero el espacio entero pareció inclinarse. Como si el abismo aprobara. O reconociera.

El niño dio un paso atrás.

Y Aldo se quedó solo.

Frente a Skír.

Frente a todo lo que su linaje había sellado, ignorado, temido.

—No soy tu enemigo —dijo Aldo.

La voz surgió entonces, no del ente, sino de todas partes. Como si el propio aire hablara con voz de agua y eco:

—Nunca lo fui.

Las palabras lo atravesaron como una corriente helada. No eran amenaza. Eran verdad. Absoluta. Incómoda.

—¿Por qué me llamaste?

—Porque fuiste dividido. Porque tu alma fue partida en dos. Porque eras llave… y cerradura.

Aldo sintió que su pecho ardía. No físicamente. Era una quemadura interior, como si por fin se estuviera deshaciendo la costra de una herida que nunca cicatrizó bien.

—¿Qué quieres de mí?

Skír se acercó.

Su forma cambió. Ya no era solo sombra. Era agua. Era vapor. Era memoria. Era todas las veces que alguien lloró sin ser visto. Era todos los silencios que dolían. Era todo lo que se enterró para poder seguir viviendo.

—Quiero que mires.

Y entonces, lo mostró.

El ritual. La noche. Su madre. El anciano. Aina joven. El niño frente al mar. El momento exacto en el que decidieron dividir su esencia para sellar el abismo. No para vencerlo. Para retrasarlo.

—No te salvaron —dijo Skír—. Te usaron.

Aldo cayó de rodillas.

No por dolor. Por verdad.

La verdad que dolía más que cualquier herida.

—¿Y tú? ¿Qué eres?

Skír se detuvo frente a él. Su cuerpo —si podía llamarse así— vibraba con una intensidad insoportable.

—Soy lo que queda cuando negáis lo que sois. La forma que toma la sombra cuando nadie la abraza. El eco de lo no aceptado.

Y luego, añadió algo más. Algo que no venía con violencia… sino con compasión.

—Y también soy tú.

Aldo alzó la vista.

Y lo entendió.

Skír no era un monstruo.

Era la forma que había adoptado su propio olvido. El olvido de su parte rota. El olvido de su herida.

Era la criatura que surgía cada vez que una memoria se sellaba con miedo, y no con amor.

Y ahora… tenía que decidir.




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