2.- Aldo y la herencia olvidada

2.- Aldo y la herencia olvidada

Capítulo 2

La herencia olvidada

Durante semanas, Aldo había sentido el cambio. Primero fue un murmullo en las mareas, luego, un escalofrío inexplicable cada vez que caminaba cerca del agua. Pero aquella noche, no fue solo un presentimiento. Fue una advertencia.

La luna, redonda y baja, colgaba sobre el Atlántico como un ojo abierto. Las olas rompían con una cadencia distinta, irregular, como si algo las perturbara desde el fondo. Desde la ventana de su ático en O Monte Alto, Aldo observaba el mar con los ojos entrecerrados. No había viento, no había gaviotas…Solo un silencio denso, como si el mundo estuviera conteniendo la respiración.

Y entonces lo vio. Una figura negra y alargada moviéndose bajo la superficie.

Se incorporó de golpe, con el corazón latiendo desacompasado. Agarró la concha que descansaba sobre su escritorio: silenciosa, sin pulso, pero su interior estaba húmedo.

Eso no era posible.

Salió corriendo escaleras abajo. La calle olía a yodo y a tormenta. La playa de las Adormideras estaba desierta, pero al llegar, supo que no estaba solo.

Algo lo esperaba.

El agua se retiró de golpe varios metros, dejando al descubierto una lengua de arena poblada de algas. En el centro, un agujero oscuro se abría como una boca. Aldo se acercó, hipnotizado. No era un pozo natural, era una fisura. Y desde esa grieta, surgía un sonido: grave, profundo, antiguo.

Como una llamada.

Como una promesa.

—¿Otra vez tú? —susurró una voz a su espalda.

Aldo se giró.

Una mujer lo observaba desde las rocas. Iba vestida de negro. Piel pálida. Cabello recogido en una trenza gruesa que parecía húmeda a pesar de la sequedad del aire. Su mirada era tan penetrante que Aldo dio un paso atrás sin darse cuenta.

—¿Nos conocemos?

—Aún no —dijo ella—. Pero pronto sabrás por qué no deberías haber vuelto a abrir la puerta.

La marea comenzó a subir sin aviso. En segundos, la grieta quedó sumergida. Y lo que emergió no fue espuma, fue una sombra, una forma que no debería existir. Y Aldo, sin entender cómo, supo que acababa de despertar algo que llevaba siglos esperando, algo que no olvidaba… Algo que lo recordaba a él.

La mañana siguiente, Aldo no fue a la universidad.

Marcó su ausencia con una excusa vaga. No tenía fuerzas para dar clase, ni tampoco para explicar lo inexplicable. Caminó sin rumbo fijo por la ciudad, con la concha rota en el bolsillo y la palabra “Skír” martilleándole el pecho como una alarma silenciosa.

El puerto estaba desierto. La noticia de la barca desaparecida había corrido como pólvora, y aunque nadie lo decía en voz alta, todos sabían que algo no encajaba. El mar estaba demasiado quieto, los pájaros no volaban sobre el agua, ni siquiera las gaviotas.

Aldo se apoyó en la barandilla oxidada, observando el punto exacto donde los reporteros señalaban que había aparecido la “mancha”. No se veía nada. Solo agua.
Pero él lo sentía.

Una vibración sutil, como un zumbido antiguo que ascendía desde las profundidades. Como si algo muy grande se estuviera desperezando allá abajo.
Y entonces, como si el tiempo decidiera intervenir, una voz lo sacó de sus pensamientos:

—No eres el primero que lo siente.
Aldo se volvió. Una mujer de edad indefinida, con ojos color acero y cabello recogido en una trenza gris, lo miraba desde unos metros de distancia. No vestía como una turista ni como una local. Llevaba un abrigo oscuro, demasiado elegante para ese sitio. Y sin embargo, no desentonaba.

—¿Perdón? —preguntó Aldo, dando un paso atrás.

La mujer se acercó con paso firme.

—¿Has soñado con él ya?
—¿Con quién?
—Con el Abismo. Con Skír.

Aldo palideció.

—¿Quién eres?
Ella bajó la mirada un segundo, como si midiera sus palabras.

—Me llamo Aina. Y fui Guardiana antes que tú.

Aldo no supo qué responder. Su boca se quedó entreabierta, su mente buscando desesperadamente una explicación. Pero no la había.

—Si la concha se ha roto —añadió Aina—, ya no hay tiempo.

—¿Qué es Skír? —preguntó Aldo.

Ella suspiró. Su mirada se perdió por un instante en el horizonte.

—Una conciencia. Dormida durante siglos. Contenida por los Guardianes y los cisnes. Una herida viva. Un fragmento de oscuridad que no fue destruido… sino sellado.
—¿Y ahora… despierta?
—No del todo. Pero si logra anclarse a este plano… —hizo una pausa— no solo se llevará barcos.

Aldo tragó saliva. El mar parecía escuchar.

—¿Cómo lo detenemos?

Aina lo miró con una mezcla de compasión y determinación.

—No lo detenemos. Lo enfrentamos. Y para eso… tienes que recordar lo que hay bajo el agua. Lo que tu linaje dejó sin resolver.

—¿Mi linaje? ¿Otra vez con eso?

—Aldo… no heredaste solo un don. Heredaste una deuda.

La mujer de cabello gris no volvió a hablar. Tampoco se volvió. Aldo dio un paso hacia ella, pero en cuanto se acercó, la figura se deshizo. No con violencia, sino con elegancia: como espuma que se funde con la marea.

No entendía lo que acababa de ver. Pero en el fondo, lo sentía. Esa mujer… no era una aparición más. Era una advertencia. O una señal. Quizás una aliada.

El silencio volvió a cubrirlo todo.

Aldo no fue a trabajar ese día.

Ni al siguiente.

Durante dos noches evitó dormir. Cada vez que cerraba los ojos, el pozo volvía. El abismo. La voz.
Pero sobre todo… la palabra.
Skír.
La había buscado en todos los idiomas que conocía. En bases de datos, en manuscritos antiguos de simbología celta y escandinava. Nada. No era una palabra corriente. Era una llave. Una vibración.

El tercer día, llamó a su abuela en Inverness. Una mujer de pocas palabras y muchas memorias. Le describió el fenómeno. Lo hizo como si hablara de un sueño.

—¿Skír? —repitió la mujer, en voz baja, como si la palabra la hubiera golpeado—. ¿Estás seguro de haberla oído bien?

—Completamente.

Un largo silencio al otro lado. Luego, un susurro:

—Eso no es una palabra, Aldo. Es un nombre. Y no deberías haberlo oído.

El estómago se le cerró.

—¿Un nombre?

—Un antiguo… uno prohibido. De los que sellaban el paso entre mundos. Mi bisabuelo lo escuchó una vez en la isla de St. Kilda, antes de que fuera evacuada. Dijo que el mar le habló. Dijo que desde entonces… no volvió a soñar.

Aldo sintió un escalofrío.

—¿Qué le pasó?

—Se tiró por los acantilados. Sin dejar carta. Solo dejó una concha negra en la mesa de su cocina. Igual que la tuya.

Un zumbido estalló en sus oídos.
El mismo que había sentido en el pecho.

Colgó sin despedirse. Fue como si todo su cuerpo se contrajera para protegerse de algo que ya estaba dentro.
Ya no era un misterio que debía resolver. Era una puerta que se había abierto.

Y en ese instante… volvió a sonar la voz.

No en su oído.
En el agua de su grifo.

Un gorgoteo, una vibración. Luego, las palabras, claras, húmedas, sin aliento:

—Ya no puedes huir, Guardián. Porque el abismo… ha recordado tu nombre.

El grifo siguió goteando. Cada gota retumbaba como un eco dentro de la cocina vacía. Aldo no se atrevió a moverse. No podía. Algo invisible lo retenía: una presencia húmeda, densa, que lo observaba desde el otro lado de la realidad.

Fue entonces cuando vio la mancha.

En el fregadero, allí donde caían las gotas, el agua no se dispersaba como siempre. Se acumulaba… oscura. Espesa. Como si estuviera siendo absorbida por una membrana invisible. Y en el centro de esa acumulación, comenzó a formarse un ojo.

Negro. Sin iris. Sin vida. Pero lo miraba.

Aldo retrocedió bruscamente, golpeando una silla. La imagen desapareció al instante, como si nunca hubiese estado allí. Pero él sabía que no lo había imaginado.

El abismo estaba buscando una vía de entrada.

Y ya no era sólo un asunto del mar.

****************************

Esa noche no encendió ninguna luz. Caminó por su apartamento como un animal en guardia, atento a cada sombra, cada crujido. No podía dormir. Ni pensar con claridad. Pero sí recordar. Y recordar era precisamente lo que Aina le había pedido.

Volvió a abrir la caja donde había guardado la concha. Esta vez, junto a ella, colocó la piedra que Torcall le había dado en su viaje anterior. La del símbolo. El mismo que ahora comenzaba a brillar débilmente bajo la escasa luz de la luna.

Los símbolos no se activan sin motivo, pensó.

Los símbolos… responden.

La piedra emitió un leve temblor. Y entonces lo comprendió: no era un talismán. Era una brújula. Una aguja antigua que señalaba lo que estaba roto… y dónde debía ir para repararlo.

Cerró la caja con un nudo en el estómago. Y tomó una decisión.

Iba a volver a St. Kilda.




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