Tomar mejores decisiones: Estrategia y ética en el arte de elegir

Tomar mejores decisiones: Estrategia y ética en el arte de elegir

Tomar mejores decisiones: Estrategia y ética en el arte de elegir

Tomar decisiones es, sin dudas, uno de los actos más complejos y constantes desafíos de la vida. Desde lo más trivial —qué comer o qué ropa usar— hasta lo más trascendente —una carrera, una relación, un cambio de vida—, nuestra capacidad para decidir afecta nuestro bienestar y el curso de nuestra historia personal.

Sin embargo, muchas veces se reduce la toma de decisiones a un simple ejercicio de preferencia o de “pensar rápido”. En realidad, tomar decisiones es una combinación de estrategia, evaluación emocional, análisis racional y —no menos importante— reflexión ética.

Uno de los problemas más grandes que se presentan es la cantidad de información que manejamos. A la hora de tomar decisiones prudentes, no toda la información tiene el mismo peso ni el mismo valor. Es fundamental desarrollar un criterio que permita filtrar y jerarquizar los distintos niveles de conocimiento. En la base está el instinto, que puede ofrecer una señal útil pero no siempre confiable. Luego vienen los datos, que por sí solos son fragmentarios y fácilmente malinterpretables. Cuando esos datos se organizan y contextualizan, se transforman en información, más útil pero aún insuficiente. Solo cuando esa información ha sido analizada, contrastada y validada, se convierte en conocimiento, que es el nivel más alto y confiable para decidir con precisión. Saber distinguir entre estos niveles y no tratar como conocimiento lo que apenas es intuición o dato suelto, es clave para evitar errores y ganar claridad.

También es necesario considerar la fuente de la cual proviene la información. Es decir, de quién proviene y cuánto valor real aporta. Es crucial evaluar la credibilidad (trayectoria, precisión, honestidad) y la parcialidad (posibles intereses ocultos) de quienes ofrecen datos o sugerencias. En un entorno exigente y veloz, usar una metodología clara y filtrar bien las fuentes es lo que marca la diferencia entre decidir con lucidez o caer en errores costosos.

A modo de guía, vamos a ofrecer una especie de hoja de ruta práctica y clara para mejorar este proceso. 

1. Definir claramente el problema antes de decidir

No se puede tomar una buena decisión si no se entiende con precisión qué se está decidiendo. Por esto es necesario que evitemos saltar a la solución. Debemos tomarnos el tiempo para formular el problema en términos concretos, verificando que no estamos reaccionando a un síntoma en lugar de a la causa real.

2. Distinguir entre datos, información y conocimiento

No todo lo que leemos o escuchamos tiene el mismo valor. Los datos crudos pueden ser confusos o incompletos; la información aporta contexto, pero el conocimiento es lo que realmente podemos aplicar con precisión. Para esto vamos a priorizar fuentes confiables que hayan procesado y validado la información.

3. Detectar los sesgos que pueden afectar nuestro juicio

Nuestras decisiones no son puras: están teñidas por  prejuicios, estado emocional, y las trampas cognitivas habituales (como el sesgo de confirmación o la trampa del statu quo). Aprender a identificar estos sesgos y cuestionar las primeras intuiciones es fundamental para tomar mejores decisiones..

4. Evaluar las consecuencias a corto, mediano y largo plazo

Una decisión puede parecer buena en el momento, pero catastrófica en el futuro. Pensar en los impactos posibles es uno de los puntos claves a analizar: ¿esto que elijo hoy fortalece o debilita mi posición más adelante? Las decisiones prudentes contemplan el tiempo.

5. Consultar a personas que nos digan la verdad, no lo que queremos oír

La diversidad de opiniones suma sólo si proviene de voces honestas y con criterio. Por eso es importante rodearnos de gente que piense diferente, que nos contradiga con fundamentos, en lugar de aduladores. Un buen consejo puede incomodar, pero es oro.

6. Tomar decisiones alineadas con nuestros valores, no solo con nuestros intereses

No todas las opciones que parecen ventajosas son coherentes con nuestra identidad. Una decisión correcta no es solo la más rentable o la más rápida, sino aquella que podemos sostener con integridad cuando miremos atrás.

7. No postergar la decisión por miedo: decidir también es asumir riesgo

La parálisis por análisis es una trampa sutil. Pretender tener toda la información o esperar el momento perfecto puede ser una forma de evitar el compromiso. Decidir es elegir y también perder. Es necesario asumir con madurez la pérdida que implica una decisión.

Las trampas ocultas en la toma de decisiones

Vamos a profundizar un poco en algunos puntos esenciales de este camino. El primero es el de los sesgos. Éstos se convierten en lentes invisibles que afectan nuestro juicio sin que lo notemos. Reconocer esas trampas no nos va a volver infalibles, pero sí nos va a permitir estar más lúcidos a la hora de decidir.

En un artículo de 1998, Hammond, Keeney y Raiffa nos hablan de ocho trampas que podemos encontrar en la toma de decisiones. 

1. La trampa del anclaje: Cuando nos aferramos demasiado a la primera información recibida.

El anclaje es un sesgo que nos lleva a depender de manera desproporcionada del primer dato que recibimos sobre un tema, incluso si después aparecen elementos más relevantes. Por ejemplo, si el primer presupuesto que nos dan por un arreglo es alto, todos los siguientes nos parecerán “baratos”, aunque no lo sean. El anclaje fija una referencia inicial y nos hace girar alrededor de ella, condicionando el juicio.

Cómo evitarla:

  • Desconfiar del primer número o información que aparece.
  • Hacer un esfuerzo consciente por generar alternativas antes de decidir.
  • Comparar desde cero, no desde el “primer valor”.

2. La trampa del statu quo: Cuando preferimos no cambiar, aunque sea necesario.

Muchas veces, mantenemos decisiones simplemente porque cambiar implica un esfuerzo emocional o mental. Esta trampa nos hace aferrarnos a lo conocido, incluso si ya no nos sirve, por miedo, comodidad o simple inercia. Se confunde la estabilidad con seguridad, aunque la situación actual no sea la mejor.

Cómo evitarla:

  • Preguntarse: ¿Mantendría esta decisión si tuviera que tomarla hoy por primera vez?
  • Evaluar los costos reales del cambio, no los temidos.
  • Recordar que “seguir igual” también es una elección, no una neutralidad.

3. La trampa del costo hundido: Cuando seguimos con algo solo porque ya invertimos demasiado.

Este sesgo nos lleva a persistir en decisiones equivocadas porque ya hemos invertido tiempo, dinero o esfuerzo. “No puedo dejar este proyecto porque llevo meses trabajando”, aunque no funcione. Es una forma de racionalizar el miedo al fracaso.

Cómo evitarla:

  • Cortar con la idea de que abandonar es perder. A veces es lo más sensato.
  • Separar lo invertido del valor futuro de la decisión.
  • Consultar con alguien externo que no esté emocionalmente involucrado.

4. La trampa de la confirmación: Cuando sólo buscamos datos que refuercen lo que ya creemos.

Este sesgo nos hace buscar y valorar más la información que coincide con nuestras ideas previas, e ignorar o minimizar la que las contradice. Es el sesgo del “yo tenía razón” antes de haber analizado todo. Se trata de defender una decisión ya tomada, no de pensar libremente.

Cómo evitarla:

  • Hacer el ejercicio consciente de buscar opiniones opuestas.
  • Preguntarse: “¿Qué evidencia me haría cambiar de opinión?”
  • Estar dispuestos a dudar de nuestras certezas.

5. La trampa del encuadre: Cuando la forma de presentar una opción cambia nuestra decisión.

La manera en que se plantea un problema afecta la forma en que lo evaluamos. Por ejemplo, “90% de éxito” suena mejor que “10% de fracaso”, aunque sea lo mismo. Esta trampa explota nuestra sensibilidad al lenguaje y al contexto emocional en el que se presenta una situación.

Cómo evitarla:

  • Reformular el problema en distintos términos.
  • Buscar el “otro lado” del mismo enunciado.
  • Decidir solo después de haber mirado el tema desde varios ángulos.

6. La trampa de la prudencia: Cuando jugamos “demasiado seguro” por miedo a equivocarnos.

A veces, tomamos decisiones más conservadoras de lo necesario por temor al riesgo o al juicio de los demás. Esta prudencia extrema, lejos de protegernos, puede hacernos perder oportunidades valiosas o generar decisiones tibias, poco efectivas.

Cómo evitarla:

  • Preguntarse si el “cuidado” está guiado por análisis real o por miedo disfrazado.
  • Evaluar el riesgo con criterio, no con fobia.
  • Asumir que todo lo importante implica un margen de incertidumbre.

7. La trampa de la recordabilidad: Cuando lo más vívido pesa más que lo más probable.

Nos dejamos influenciar por experiencias que recordamos fácilmente —aunque sean excepcionales— en lugar de atender a datos reales o estadísticas. Un caso llamativo, una historia impactante, una noticia dramática, y decidimos en función de lo que recordamos. Es un sesgo emocional muy potente.

Cómo evitarla:

  • Confrontar la anécdota con datos objetivos. 
  • No confundir intensidad emocional con frecuencia real. 
  • Hacer el esfuerzo de contextualizar.

8. La trampa del exceso de confianza: Cuando creemos saber más de lo que realmente sabemos.

Este sesgo nos lleva a sobreestimar nuestras capacidades, conocimientos o intuiciones. Cuanto más compleja es una decisión, más tentación hay de reducirla a un “yo sé lo que hago”. Es una ilusión de control que muchas veces termina en errores evitables.

Cómo evitarla:

  • Consultar a otros. Nadie toma buenas decisiones en soledad absoluta. 
  • Hacer una lista de lo que realmente se sabe y lo que se asume. 
  • Aceptar que dudar también es una forma de inteligencia.

No hay decisiones perfectas, ni caminos sin riesgo. Pero sí hay formas más lúcidas de decidir. Identificar las trampas mentales no es un ejercicio de paranoia, sino un acto de responsabilidad. Porque muchas veces no es el contexto lo que nos juega en contra, sino nuestras propias distorsiones.

Cuando decidir también implica ética: el dilema del tranvía

Decíamos que nuestras decisiones deben estar alineadas con nuestros valores éticos y morales, puesto que no todo en la vida son decisiones técnicas o estratégicas. Muchas veces, las elecciones que nos toca realizar, tienen un peso moral que desafía incluso al análisis más racional. 

Ahí entra el famoso dilema del tranvía, que propone una situación extrema: un tranvía descontrolado avanza hacia cinco personas atadas a las vías, y la única manera de salvarlas es accionar una palanca que desviará el tranvía hacia otra vía donde hay una sola persona atada. Este dilema, más que buscar una respuesta correcta, invita a pensar sobre cómo valoramos vidas, cómo gestionamos la responsabilidad y cuáles son los límites éticos de nuestras decisiones.

Cuando una decisión nos enfrenta con dilemas éticos —esos momentos en que ninguna opción parece del todo justa, ni del todo errada— necesitamos algo más que lógica o eficiencia. Necesitamos una brújula interna que nos ayude a no traicionarnos. Esa brújula, en el fondo, se compone de dos grandes coordenadas: nuestros valores y el impacto que nuestras decisiones generan.

1. Nuestros valores

Decidir éticamente implica, ante todo, saber quiénes somos y en qué creemos. No se trata de moralismos heredados ni de recetas universales, sino de conectar con esos principios que uno, de verdad, no está dispuesto a negociar. ¿La lealtad? ¿La familia? ¿Es la honestidad? ¿La dignidad del otro? ¿La libertad? ¿La pareja? ¿La compasión? Cada persona tiene su jerarquía de valores, y es ahí donde debe apoyarse para elegir con integridad. Una decisión que va en contra de esos principios puede traer beneficios inmediatos, pero deja una grieta interna difícil de cerrar porque afecta directamente nuestra identidad, lo que somos..

2. El impacto de nuestras decisiones

Toda decisión —aunque sea personal— impacta en otros. Y ese impacto merece ser considerado con seriedad. No alcanza con decir “yo hago lo que siento”: también hay que preguntarse a quién afecta lo que hago, y de qué manera. Esta mirada no busca inmovilizarnos por culpa, sino hacernos responsables. Porque si nuestras decisiones dejan un daño innecesario, o si se sostienen a costa del sufrimiento de otros, entonces no son éticas, por más que sean legales o rentables.

El famoso “dilema del tranvía” —ese experimento mental que enfrenta a una persona con la decisión de sacrificar a uno para salvar a muchos— no tiene una única respuesta correcta. Pero sí tiene una enseñanza clara: toda decisión difícil pone en juego vidas, vínculos, valores. Y lo importante no es encontrar la solución perfecta, sino tener el coraje de preguntarse lo correcto antes de decidir.

En definitiva, no hay fórmulas mágicas para decidir bien. Pero si al momento de elegir nos detenemos a preguntarnos: ¿Esto respeta mis valores más profundos? ¿Esto daña a alguien innecesariamente? ¿Puedo sostener esta decisión frente al espejo, sin vergüenza, dentro de un año?… entonces es probable que estemos eligiendo con ética, aunque no sea fácil.

Tomar buenas decisiones no es una habilidad innata, sino una práctica. Y esa práctica empieza por dejar de suponer que somos completamente racionales. Cuando asumimos que todos tenemos sesgos para trabajar y valores que defender, vamos a ver condicionada la toma de decisiones, pero sin duda, damos el primer paso hacia decisiones más conscientes, más justas, más propias. Tomar mejores decisiones es un arte que se aprende y se cultiva con práctica, reflexión y compromiso. No es un don reservado a unos pocos, sino una habilidad que todos podemos desarrollar para vivir con mayor claridad y coherencia.

Concluyendo, entender la toma de decisiones desde una doble mirada —estratégica y ética— nos permite no solo elegir mejor, sino hacerlo con la tranquilidad de que nuestras elecciones están alineadas con quienes somos y con el respeto hacia quienes nos rodean.

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