HISTORIA DE HASIB KARIM AL-DIN
Extraído del libro
Las mil y una Noches
Se cuenta que en lo más antiguo del tiempo, y en las edades más remotas, vivía un sabio griego llamado Daniel. Tenía estudiantes y discípulos, y los sabios de Grecia estaban sometidos a sus órdenes y confiaban en su saber. Sin embargo, no tenía descendencia masculina. Una de las noches, al pensar en ello, rompió a llorar porque no tenía ningún hijo que pudiese heredar su saber.
Pensó que Dios (¡glorificado y ensalzado sea!) acepta las plegarias de los que a Él se dirigen, que no hay porteros suficientes para vigilar las puertas de su generosidad; que concede sin cuento a quien le place, y que nunca desatiende al pedigüeño, sino al contrario, lo colma de bienes y favores. Rezó a Dios (¡ensalzado sea el Generoso!) para que le concediese un hijo que pudiera sucederle y que lo colmase de favores. Después regresó a su casa, cohabitó con su mujer y ésta quedó encinta aquella misma noche.
Algunos días después, el sabio tuvo que embarcar: la nave naufragó, y todos sus libros se perdieron en el mar; él consiguió subirse a un madero de la nave y salvar sólo cinco hojas de los manuscritos, que se perdieron. Al regresar a su casa metió dichas hojas en un cofre y lo cerró. Como la gravidez de su mujer era y a manifiesta, le dijo:
—Has de saber que la hora de mi muerte está próxima, que se acerca el momento de mi tránsito del mundo de lo terreno al de lo eterno; tú estás embarazada y es posible que cuando des a luz después de mi muerte, sea un varón; si es así, ponle el nombre de Hasib Karim al-Din; críalo y dale una buena educación. Cuando sea mayor y te pregunte: “¿Qué herencia me ha dejado mi padre?”, le entregas estas cinco hojas. Una vez las haya leído y comprendido su significado, será el sabio mayor de su tiempo.
Se despidió de la esposa, sufrió un estertor y abandonó el mundo, para pasar a la misericordia de Dios (¡ensalzado sea!). Sus familiares y amigos lo lloraron. Después lo lavaron, salieron provisionalmente para enterrarlo, y regresaron a su casa. Al cabo de pocos días, la esposa dio a luz un hermoso niño, al que puso de nombre Hasib Karim al-Din, tal como le recomendara su difunto esposo.
Apenas hubo dado a luz, mandó comparecer a los astrólogos, los cuales calcularon la posición de los astros respecto al ascendente y al nadir. Después le dijeron:
—¡Mujer! Has de saber que este recién nacido vivirá muchos días, pero sólo después de haber pasado un grave peligro en plena juventud; si se salva, adquirirá la ciencia y la sabiduría
Los astrólogos se marcharon a sus quehaceres. La madre lo amamantó durante dos años, y después lo destetó. Al cumplir los cinco años, lo llevó a una escuela para que aprendiese algo, pero no lo consiguió. Lo sacó entonces de la escuela para que aprendiera un oficio, pero no tuvo mayor éxito ni consiguió que saliese de sus manos trabajo alguno. Por todo ello, la madre lloraba. Las gentes le decían: «¡Que se case! Tal vez así se preocupe de su esposa y aprenda un oficio» . La madre lo prometió con una muchacha y lo casó. Pero transcurrió cierto tiempo sin que el joven aprendiese ningún oficio.
Tenía unos vecinos que eran leñadores. Acudieron a la madre y le dijeron:
—Compra un asno, una cuerda y un hacha para tu hijo. Vendrá con nosotros al monte, hará leña, nos repartiremos los beneficios y podrá emplear su parte en subvenir a vuestras necesidades
La madre se alegró muchísimo al oír la proposición de los leñadores, y compró para su hijo el asno, la cuerda y el hacha; condujo a éste ante los leñadores, se lo confió y les recomendó que tuviesen cuidado de él.
Le dijeron:
—No te preocupes por este mozo: nuestro Señor lo proveerá, pues es el hijo de nuestro jeque.
Le tomaron consigo, se marcharon al monte, cortaron leña, cargaron sus asnos, regresaron a la ciudad, vendieron la leña e invirtieron el beneficio en atender a las necesidades de la familia. El segundo y el tercer día cargaron sus asnos y se marcharon a hacer leña. Durante bastante tiempo siguieron llevando esta vida.
Cierto día en que salieron a hacer leña, les sorprendió una lluvia torrencial; corrieron a refugiarse en una gran cueva. Hasib Karim al-Din se separó del grupo y se sentó, solo, en uno de los rincones de la misma; al golpear automáticamente el suelo con el hacha, oyó que debajo de ésta sonaba a hueco.
Al comprobarlo, excavó durante un rato y descubrió una losa redonda, provista de una anilla. Al verla, se alegró y llamó a todos los leñadores. Estos acudieron, y al ver la losa se apresuraron a levantarla. Debajo encontraron una puerta y la abrieron: hallaron un pozo lleno de miel de abejas.
Un leñador dijo a los otros:
—Este pozo está lleno de miel; lo único que hemos de hacer es ir a la ciudad, regresar con recipientes, meter la miel en ellos, venderla y repartirnos el beneficio. Uno de nosotros debe
quedarse aquí para custodiar el hallazgo.
Hasib Karim al-Din propuso:
—Yo me quedaré, y lo vigilaré hasta que regreséis y traigáis los recipientes.
Dejaron a Hasib Karim al-Din vigilando el pozo, se marcharon a la ciudad, regresaron con los recipientes, los llenaron de miel, los cargaron en los asnos, volvieron a la ciudad y vendieron la miel. Luego volvieron por segunda vez al pozo, y así hicieran durante cierto tiempo: vendían en la ciudad, regresaban al pozo, recogían la miel, y Hasib Karim al-Din se quedaba guardando el pozo.
Cierto día se dijeron:
—Hasib Karim al-Din es quien ha encontrado el pozo; mañana regresará a la ciudad y nos hará la reclamación correspondiente para cobrar el importe de la miel. Dirá: “Yo soy quien la descubrió”. El único modo de evitarlo consiste en meterlo en el pozo, sacar la miel que queda y abandonarlo dentro. Así morirá de pena, sin que nadie se entere.
Todos se pusieron de acuerdo sobre lo que había que hacer. Reanudaron el camino y no se detuvieron hasta llegar al pozo.
Dijeron:
—¡Hasib! Baja al pozo y llénanos los recipientes con la miel que en él queda.
Hasib se metió en él, les llenó los recipientes con la miel que quedaba, y les dijo:
—¡Subidme! ¡Ya no queda nada!
Nadie le contestó: cargaron los asnos, se marcharon a la ciudad y lo abandonaron, sólo, en el pozo. Hasib empezó a pedir auxilio, a llorar y a decir:
—¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande! ¡Moriré de pena!
Esto es lo que se refiere a Hasib Karim al-Din. He aquí ahora lo que hicieron los leñadores. Al llegar a la ciudad vendieron la miel y se dirigieron a ver a la madre de Hasib; llegaron llorando, y le dijeron:
—¡Ojalá puedas sobrevivir muchos años a tu hijo Hasib!
—¿Cuál ha sido la causa de su muerte?
—Estábamos sentados en la cima del monte y empezó a llover a mares. Corrimos a una cueva para ponernos a cubierto de aquel aguacero; de repente, el asno de tu hijo se desbocó y corrió hacia el río; el muchacho salió en pos de él para cogerlo; pero en el valle había un lobo muy grande, que despedazó a tu hijo y devoró al asno.
La madre, al oír las palabras de los leñadores, se abofeteó el rostro, se cubrió la cabeza de polvo y se vistió de luto. Los leñadores le llevaban de comer y de beber todos los días.
Esto es lo que hace referencia a su madre. He aquí lo referente a los leñadores. Abrieron tiendas, se transformaron en comerciantes y no pararon de comer, beber, reírse y divertirse.
En cuanto a Hasib Karim al-Din, rompió a llorar y a sollozar. Mientras estaba sentado así, en el fondo del pozo, le cayó encima un gran escorpión. Se puso de pie y lo mató. Después reflexionó y se dijo:
—Si el pozo estaba lleno de miel, ¿de dónde viene este escorpión?
Se incorporó e inspeccionó el lugar a derecha e izquierda; descubrió un hilo de luz por el lugar en que había caído el animal. Sacó el cuchillo, y con él empezó a ampliar el agujero hasta dejarlo del tamaño de una ventana. Salió por él y anduvo un cierto tiempo por el interior, hasta llegar a un enorme vestíbulo. En él tropezó con una gran puerta de hierro negro, que tenía una cerradura de plata; encima de la cerradura había una llave de oro. Se acercó a la puerta, miró a través del agujero de la llave y vio que dentro había mucha luz. Cogió la llave, abrió la puerta, pasó al interior y anduvo un rato hasta llegar a un gran estanque, en el cual relucía algo parecido al agua; siguió andando y vio que se trataba de una elevada colina de crisolita verde, encima de la cual había un trono de oro, incrustado de piedras de todas clases.
Alrededor de éste había sitiales: unos eran de oro; otros, de plata, y otros, en fin, de topacio. Al llegar junto a los sitiales, los contó y vio que eran doce mil. Subió hasta el trono, que estaba levantado en el centro de los sitiales, se sentó en él y se dedicó a admirar aquel estanque y los sitiales allí instalados y así permaneció hasta que lo invadió el sueño y se quedó dormido.
Se despertó al oír resoplar, silbar y un gran barullo; abrió los ojos y vio que los sitiales habían sido ocupados por grandes serpientes, cada una de las cuales medía cien codos. Aterrado, empezó a tragar saliva; desesperando de escapar vivo, advirtió que los ojos de las serpientes brillaban como brasas mientras estaban instaladas en sus sitiales. Miró hacia el estanque y descubrió que estaba lleno de serpientes pequeñas, en tal cantidad, que sólo Dios (¡ensalzado sea!) hubiese podido apreciar su número.
Al cabo de un rato apareció una serpiente enorme, del tamaño de un mulo, y en su dorso iba una bandeja de oro, en cuyo centro había una serpiente, que relucía como el cristal. Tenía un rostro humano y hablaba de un modo elocuente. Al aproximarse a Hasib Karim al-Din, lo saludó. El muchacho le devolvió el saludo. Una de las serpientes instaladas en un sitial se acercó a la bandeja, cogió a la serpiente que iba en ella y la colocó en un sitial. La recién llegada se dirigió a las demás en su lengua, y todas bajaron de sus sitiales y se postraron ante ella. Les hizo un gesto y se sentaron. A continuación, la serpiente dijo a Hasib Karim al-Din:
—No temas nada de nosotras, joven. Yo soy la reina y la sultana de las serpientes
El corazón de Hasib Karim al-Din se tranquilizó al oír estas palabras. La reina pidió a aquellas serpientes que sirviesen algo de comer. Llevaron manzanas, uvas, granadas, pistachos, almendras, nueces y plátanos. Lo colocaron delante de Hasib Karim al-Din. La reina de las serpientes añadió:
—¡Bien venido, joven! ¿Cómo te llamas?
—Me llamo Hasib Karim al-Din.
—¡Hasib! Come de estos frutos, pues no tenemos ningún otro alimento. No temas nada malo por nuestra parte.
Hasib, al oír las palabras de la serpiente, comió hasta hartarse y loó a Dios (¡ensalzado sea!). Cuando hubo satisfecho su apetito, quitaron los manteles que tenía delante. La reina de las serpientes dijo:
—¡Hasib! Infórmame de dónde eres, quién te ha traído hasta este lugar y qué te ha sucedido.
Hasib le explicó todo lo que había ocurrido a su padre, su propio nacimiento y cómo su madre lo había llevado a la escuela cuando tenía cinco años, sin conseguir que aprendiese nada; cómo, luego, trató de darle un oficio y le compró un asno, con lo que se convirtió en leñador; cómo había encontrado el pozo de miel y cómo lo habían abandonado sus compañeros, los leñadores, en el interior; cómo había caído el escorpión, al que había matado, y cómo había ampliado la hendidura por la que se había deslizado el animal, con lo cual logró salir del pozo y alcanzar una puerta de hierro, que había abierto y que le permitió llegar hasta la reina de las serpientes, con la que estaba hablando. Añadió:
—Ésta es mi historia, desde el principio hasta el fin. ¡Sólo Dios sabe lo que me ocurrirá después de todo esto!
La reina de las serpientes, una vez hubo oído el relato de Hasib Karim al-Din desde el principio hasta el fin le dijo:
—Sólo te han de ocurrir cosas buenas. Yo, Hasib, quiero que te quedes conmigo cierto tiempo para que te pueda contar mi historia e informarte de las cosas prodigiosas que me han sucedido.
—De buen grado haré lo que me mandes.
La reina comenzó a narrar. Cuando la serpiente concluyó:
—¡Hasib! Ésta es mi historia, y lo que a mí me ha sucedido.
Hasib quedó muy admirado de las palabras de la serpiente. Después dijo:
—Desearía de tu generosidad que mandases a alguno de tus servidores que me sacara de nuevo a la superficie de la tierra para poderme reunir con mi familia.
—¡Hasib! No puedes marcharte de nuestro lado hasta que llegue el invierno. Entonces vendrás con nosotras al Monte Qaf: contemplarás las colinas, las arenas, los árboles y los pájaros que loan al Dios Único, Todopoderoso; verás los marid, los efrit y los genios, cuyo número sólo Dios conoce
Hasib Karim al-Din se quedó preocupado, meditabundo, al oír las palabras de la reina de las
serpientes. Le dijo:
—Cuéntame más…
La reina prosiguió contacto más de su historia. Hasib, al oír el relato de la reina de las serpientes, se admiró mucho y le dijo:
—Desearía que tu bondad y amabilidad ordenase a uno de tus servidores que me condujese a la faz de la tierra, para poder reunirme con mi familia.
La reina de las serpientes replicó:
—Hasib Karim al-Din: has de saber que si regresas a la superficie de la tierra, te reúnes con tu familia y entras en un baño y te lavas, yo moriré en cuanto termines de limpiarte, pues esto será la causa de mi muerte.
—¡Te juro que no entraré en un baño mientras viva! Si tengo necesidad de lavarme, lo haré en mi casa.
—-¡Aunque me lo juraras cien veces, no te daría crédito jamás! Esto no puede ser. Has de saber que tú, hijo de Adán, no eres digno de confianza. Tu padre, Adán, hizo una promesa a Dios y la rompió, a pesar de que Éste (¡ensalzado sea!) lo había moldeado en arcilla cuarenta días y había hecho que los ángeles se postraran ante él. Después de todo esto, Adán faltó y rompió el pacto, contrariando la orden de su Señor.
Hasib se calló al oír estas palabras, rompió a llorar y así permaneció durante diez días. Luego le pidió a la reina que le siga contando su historia.
Hasib, al oír las palabras que pronunciaba la serpiente, se quedó admirado y dijo:
—¡Reina de las serpientes! ¡Te conjuro, en nombre de Dios, a que me pongas en libertad y mandes a uno de tus criados que me saque a la faz de la tierra! Te juro que nunca en la vida entraré en un baño.
—No lo haré jamás. No creo en tu juramento.
Al oír estas palabras, rompió a llorar, y todas las serpientes derramaron lágrimas por él y empezaron a interceder ante su reina en favor de Hasib.
Le decían:
—Te pedimos que mandes a una de nosotras que lo saque a la superficie de la tierra: él te jura que no entrará en un baño en toda su vida.
La reina de las serpientes, que se llamaba Yamlija, al oír lo que le decían se acercó a Hasib y le hizo prestar juramento. Luego ordenó a una serpiente que lo sacase a la superficie de la tierra.
—Haz salir a la superficie de la tierra a Hasib Karim al-Din
La serpiente se acercó a él para sacarlo fuera. Lo llevó de un lado para otro hasta dejarlo en la superficie de la tierra, junto a la boca de un pozo abandonado. El joven se puso a andar hasta llegar a la ciudad. Se dirigió hacia su casa al atardecer, cuando el sol amarilleaba. Llamó a la puerta, y su madre le abrió. Al ver a su hijo dio un grito de alegría y se arrojó en sus brazos, llorando. Al oír el llanto, salió la esposa y vio a su marido. Lo saludó, le besó las manos y todos se alegraron muchísimo.
Entraron en su casa. Una vez Hasib se hubo sentado e instalado entre su familia, preguntó por los leñadores que trabajaban con él y que se habían marchado, dejándolo en la cisterna.
La madre le dijo:
—Vinieron a verme y me dijeron: “Un lobo se ha comido a tu hijo en el Valle”. Ahora son comerciantes y tienen riquezas y tiendas, y la vida les es fácil. Cada día nos traen de comer y de beber, y así han hecho hasta ahora
Dijo a su madre:
—Mañana irás a verlos y les dirás: “Hasib Karim al-Din ha regresado de su viaje. Venid a verlo y a saludarlo
Al amanecer, la madre fue a recorrer las casas de los leñadores y les dijo lo que le había encargado su hijo. Los leñadores cambiaron de color al oír estas palabras, y contestaron:
—¡Oír es obedecer!
Y cada uno de ellos le dio un vestido de seda, bordado en oro, diciéndole:
—Da esto a tu hijo para que se lo ponga, y dile: “Mañana vendrán a verte”
—¡Oír es obedecer! –replicó la mujer. Luego regresó junto a su hijo, le explicó lo ocurrido y le entregó lo que le habían dado.
Los leñadores reunieron a un grupo de comerciantes y les explicaron lo que les ocurría con Hasib Karim al-Din. Les preguntaron:
—¿Qué hacemos ahora?
Los comerciantes replicaron:
—Cada uno de vosotros debe entregarle la mitad de lo que posee y de sus esclavos.
Todos estuvieron de acuerdo con esta opinión. Cada uno de ellos tomó la mitad de sus bienes y acudieron a verlo. Lo saludaron, le besaron las manos y se lo entregaron, diciendo:
—Esto proviene de tu generosidad. Estamos en tu poder.
Hasib los aceptó y les dijo:
—Lo pasado, pasado está. Así estaba decretado por Dios (¡ensalzado sea!), y lo predestinado se realiza, por más precauciones que se tomen
Le dijeron:
—Acompáñanos a pasear por la ciudad, e iremos al baño.
—He prestado juramento de que jamás en la vida entraré en el baño.
—Ven, pues, a ver nuestras cosas y serás nuestro huésped.
—¡Oír es obedecer! –replicó él.
Se marchó con ellos a su casa, y cada uno lo hospedó durante una noche. Esta situación duró siete noches. Hasib era rico y tenía fincas y tiendas. Reunió a los comerciantes de la ciudad y les explicó todo lo que le había sucedido y lo que había visto. Se convirtió en uno de los hombres de negocios más importante. En esta situación vivió algún tiempo.
Cierto día salió a pasear por la ciudad, y al pasar por delante de la puerta de un baño, que pertenecía a un amigo suyo, éste lo vio; corrió hacia él, lo saludó, lo abrazó y le dijo:
—¡Hónrame entrando y tomando un baño para que yo pueda hacerte los honores de la hospitalidad!
Le replicó:
—¡He jurado no entrar jamás en la vida en el baño!
El bañista exclamó:
—¡Que mis tres mujeres queden repudiadas por triple repudio si tú no entras conmigo en el baño y te lavas!
Hasib Karim al-Din le dijo:
—Así, amigo mío, ¿quieres que mis hijos queden huérfanos y arruinar mi casa cargando mis espaldas con un pecado?
El bañista se arrojó a los pies de Hasib Karim al-Din, los besó y le dijo:
—Por lo que más quieras, te pido que entres en el baño. ¡Que el pecado caiga sobre mis espaldas!
Acudieron todos los operarios del baño y todos los clientes que en él había: rodearon a Hasib Karim al-Din, lo metieron en el edificio, le quitaron los vestidos y lo arrojaron al baño. En cuanto lo metieron, Hasib se puso a un lado, se colocó junto a la pared y vertió el agua sobre su cabeza. De repente se lanzaron sobre él veinte hombres, exclamando:
—¡Síguenos! ¡Estás en deuda con el sultán!
Enviaron a uno de ellos a informar al visir del sultán. El hombre se marchó y lo informó. El visir montó a caballo, y, acompañado por sesenta mamelucos, fue al baño. Se reunió con Hasib Karim al-Din, al cual saludó amablemente, dio al bañista cien dinares y mandó que ofreciesen a Hasib un caballo para que montase en él. El visir y Hasib montaron, y lo mismo hizo la escolta. Los acompañaron hasta llegar al alcázar del sultán. El visir y Hasib se apearon y se sentaron. Pusieron los manteles, comieron y bebieron, y después se lavaron las manos. El visir le regaló dos trajes de Corte, cada uno de los cuales valía cinco mil dinares. Le dijo:
—Sabe que Dios ha tenido misericordia de nosotros y nos ha hecho el favor de enviarte. El sultán está a punto de morir comido por la lepra. Los libros nos han indicado que su vida está en tus manos.
Hasib se admiró de lo que ocurría. Él, el visir y los cortesanos cruzaron las siete puertas del palacio hasta llegar ante el rey. Éste se llamaba Karazdán y era soberano de los persas y de los Siete Climas. Tenía a su servicio cien sultanes, que se sentaban en tronos de oro rojo, y diez mil héroes, cada uno de los cuales tenía a sus órdenes cien lugartenientes y cien verdugos, con la espada y el hacha en la mano. El rey estaba adormecido y tenía la cara envuelta en un lienzo; gemía a causa de la enfermedad. Al ver aquello, Hasib Karim al-Din quedó perplejo, pues el rey Karazdán le inspiraba mucho respeto. Besó el suelo ante él y rogó por su salud. A continuación se le acercó el gran visir, que se llamaba Samhur; le dio la bienvenida y lo hizo sentar en un trono de oro, a la diestra del rey Karazdán.
Pusieron los manteles, comieron, bebieron y se lavaron las manos. Después, el visir Samhur se puso de pie. Todos los allí presentes se incorporaron en señal de respeto. El visir se acercó a Hasib Karim al-Din y le dijo:
—Todos nosotros estamos a tu servicio. Te daremos todo lo que pidas. Si pidieras la mitad del reino, te la entregaríamos, ya que la curación del rey está en tus manos
Lo cogió de la mano, lo condujo ante el rey y le destapó la cara ante el muchacho. La observó y vio que la enfermedad había alcanzado su apogeo. Quedó muy admirado. El visir se inclinó sobre la mano del joven y la besó; después dijo:
—Te pedimos que cures a este rey. Te daremos lo que pidas. Esto es lo que de ti necesitamos.
Hasib contestó:
—Sí; ciertamente yo soy hijo de Daniel, el profeta de Dios, pero no tengo nada de su ciencia. Me obligaron a practicar la medicina durante treinta días, pero no pude aprender nada. ¡Cuánto desearía saber algo de dicha ciencia para poder curar al rey!
El visir le dijo:
—No nos entretengas con tus palabras. Aunque se reuniesen todos los sabios de Oriente y de Occidente, tú serías el único capaz de curar al rey
—¿Cómo he de curarlo, si yo no conozco ni su enfermedad ni la manera de curarla?
—¡Tú sabes perfectamente cuál es su medicina! El remedio lo constituye la reina de las serpientes, y tú sabes el lugar en que está, la has visto, has estado con ella.
Al oír Hasib estas palabras, se dio cuenta de que todo esto era consecuencia de su entrada en el baño. Empezó a arrepentirse cuando ya de nada le servía el arrepentimiento. Les dijo:
—¿La reina de las serpientes? Yo no la conozco ni he oído ese nombre en toda mi vida
El visir le replicó:
—No niegues que la conoces, pues yo tengo pruebas de que has pasado dos años con ella
—Ni la conozco, ni la he visto, ni he oído hablar de ella hasta este momento.
El visir mandó que le diesen un libro, lo abrió, empezó a calcular y leyó:
—La reina de las serpientes se reunirá con un hombre, que permanecerá con ella dos años. Después se separará de ella y saldrá a la superficie de la tierra. Si entra en un baño, el vientre se le volverá negro
A continuación dijo a Hasib:
—¡Mírate el vientre!
Él se lo miró y vio que estaba negro. Hasib les dijo:
—¡Mi vientre está negro desde el día en que me dio a luz mi madre!
—He tenido apostados en cada baño tres mamelucos para que observasen a todos los que entraban, viesen cómo tenían el vientre y me informasen. Cuando tú has entrado en el baño, se fijaron en tu vientre; al ver que era negro, me han enviado un mensajero con la noticia, cuando ya desesperábamos de encontrarte. Sólo necesitamos que nos muestres el lugar por el que has salido a la superficie. Luego puedes marcharte a tus quehaceres, pues nosotros podremos apoderarnos de la reina de las serpientes y tenemos a alguien que nos la puede traer.
Hasib se arrepintió mucho de haber entrado en el baño; pero de nada le servía ya el arrepentimiento. Los príncipes y los visires insistieron para que les diese informes de la reina de las serpientes, hasta que agotaron todos los argumentos, pues él se obstinaba:
—No he visto eso ni he oído hablar de ello.
Harto ya, el visir mandó llamar al verdugo. Lo condujeron ante él y le ordenó que quitase los
vestidos a Hasib y que lo apalease duramente. Así lo hizo, hasta dejarlo en un estado próximo a la muerte.
El visir le dijo:
—Tenemos la prueba de que tú conoces el lugar en que está la reina de las serpientes. ¿Por qué lo niegas? Muéstranos el sitio por el cual saliste, y márchate de nuestro lado. Tenemos una persona que se apoderará de ella y no recibirás ningún daño.
Luego lo trató con suavidad, y mandó que le diesen un traje de Corte, bordado en oro y cuajado de gemas. Hasib obedeció la orden del ministro y le dijo:
—Te mostraré el sitio por el que salí.
El visir se alegró muchísimo al oír estas palabras. Él, Hasib y todos los emires montaron a caballo y se pusieron en camino, precedidos por el ejército. Viajaron sin interrupción hasta que llegaron al monte. Hasib los hizo entrar en la cueva, llorando y suspirando. Los emires y los visires echaron pie a tierra y siguieron detrás del joven, hasta llegar al pozo por el cual había salido. El visir se acercó, se sentó, fumigó el lugar, pronunció conjuros, leyó encantamientos, sopló y balbuceó, pues era un mago experto, un brujo que conocía las ciencias del espíritu y otras. Al terminar el primer conjuro, leyó el segundo y luego el tercero. Cuando se terminaban los sahumerios, añadía más al fuego.
Luego añadió:
—¡Sal, reina de las serpientes!
Las aguas del pozo disminuyeron y se abrió una puerta enorme: detrás de ella se oyó un tumulto espantoso, semejante a un trueno, hasta el punto de que parecía que el pozo se iba
a derrumbar. Todos los presentes cayeron desmayados, y algunos murieron. Por el pozo salió una serpiente tan grande como un elefante. Sus ojos echaban chispas que parecían brasas. Llevaba en el dorso una bandeja de oro rojo, con incrustaciones de perlas y de aljófares. En la bandeja iba una serpiente que iluminaba el lugar; su rostro parecía el de un ser humano, y hablaba con elocuencia: era la reina de las serpientes.
Se volvió a derecha e izquierda, y su mirada fue a clavarse en Hasib Karim al-Din. Le dijo:
—¿Dónde está el juramento que me hiciste y la palabra que empeñaste de no entrar jamás en un baño? Pero no hay treta que nos libre de lo predestinado, ni hay modo de huir de lo que se lleva escrito en la frente. Dios ha decretado que mi vida tenga fin por tu mano. Dios lo ha dispuesto así, y quiere que yo sea muerta para que el rey Karazdán se cure de su enfermedad
La reina de las serpientes rompió a llorar amargamente, y Hasib empezó a sollozar al ver sus lágrimas. Cuando el maldito visir Samhur vio a la reina de las serpientes, alargó la mano para cogerla. Ella le dijo:
—¡Detén tu mano, maldito! De lo contrario, soplaré y te transformaré en un montón de ceniza. –Dirigiéndose a Hasib, añadió– Acércate, cógeme con tu mano y ponme en ese plato que tenéis ahí; luego colócatelo en la cabeza, pues mi muerte ha de venir por tu mano: así está decretado desde la eternidad, y no hay subterfugio que pueda evitarlo.
Hasib la cogió, la colocó en el plato y puso éste encima de su cabeza: el pozo volvió a su primitivo estado. Se pusieron en camino, llevando Hasib en la cabeza el plato en el que iba la reina de las serpientes. Mientras recorrían el camino, la reina le dijo en secreto:
—¡Hasib! Escucha el consejo que voy a darte. Si has faltado a la promesa, has roto el juramento y has hecho estas cosas, es porque te estaba predestinado desde la eternidad.
—Oír es obedecer. ¿Qué es lo que me mandas, reina de las serpientes?
—Cuando llegues a casa del visir, éste te dirá: “¡Degüella a la reina de las serpientes y córtala en tres pedazos!” Niégate y no lo hagas. Dile: “Yo no sé degollar”, a fin de que sea él, con su propia mano, quien me sacrifique y haga de mí lo que desea. Una vez me haya matado y cortado en pedazos, llegará un mensajero del rey Karazdán, pues éste le dirá que acuda. Colocará mi carne en una marmita de bronce, y antes de marcharse junto al rey, la pondrá encima del horno. Te dirá: “Enciende fuego debajo de esta marmita hasta que salga la espuma de la carne. Cuando rebose la espuma, cógela, ponla a enfriar en una botella y espera hasta que esté fresca. Entonces te la bebes y desaparecerán todos los dolores de tu cuerpo. Cuando rebose la segunda espuma recógela, colócala en otra botella y espera que regrese de ver al rey para bebérmela y curar así mi enfermedad de riñones”. Te dará las dos botellas y se marchará a ver al rey. En cuanto se haya ido, aviva el fuego debajo de la marmita hasta que rebose la espuma primera. Recógela y guárdala en una botella; pero no la bebas, pues si la bebieses no obtendrías nada de bueno. Cuando rebose la segunda espuma, colócala en la segunda botella, espera que se enfríe y guárdala para bebértela. Cuando el visir regrese de visitar al rey y te pida la segunda botella, le darás la primera y aguardarás para ver lo que le sucede. Luego beberás de la segunda botella: entonces tu corazón pasará a ser la sede de la sabiduría. Luego sacas la carne, la pones en un plato de bronce y se la das a comer al rey. Una vez le haya llegado al vientre, tápale el rostro con un pañuelo y espera hasta el mediodía, hasta que se le refresque el vientre. Después le das algo de beber. Quedará sano como estaba antes, y se habrá curado de su enfermedad gracias al poder de Dios (¡ensalzado sea!). Escucha este consejo que te doy, y guárdalo con todo cuidado.
Siguieron el camino sin interrupción, hasta llegar a casa del visir. Éste dijo a Hasib:
—¡Entra conmigo en casa!
Una vez hubieron entrado el visir y Hasib, los soldados se separaron, y cada uno se fue a sus quehaceres. Hasib se quitó de la cabeza el plato en que estaba la reina de las serpientes. El visir le dijo:
—¡Degüella a la reina de las serpientes!
Él replicó:
—Yo no sé degollar, y jamás en mi vida he degollado a nadie. Si quieres, hazlo tú mismo con tu propia mano.
El visir Samhur cogió a la reina de las serpientes del plato en que se encontraba, y la degolló. Al verlo, Hasib rompió a llorar amargamente. Samhur se rió de él y le dijo:
—¡Tonto! ¡Llorar por la muerte de una serpiente!
Después, el visir la cortó en tres pedazos, que colocó en una marmita de bronce; luego se sentó para esperar que se cociese la carne. Mientras estaba sentado, llegó un mameluco de
parte del rey y le dijo:
—El rey te manda llamar. Acude en seguida
El visir contestó:
—¡Oír es obedecer!
Se incorporó, entregó a Hasib dos botellas, y le dijo exactamente lo mismo que le había anticipado la reina. El visir se marchó a ver al rey, después de haber hecho a Hasib estas recomendaciones. Éste avivó el fuego debajo de la marmita, hasta que rebosó la primera espuma. La recogió y la colocó en una de las botellas, que guardó; siguió avivando el fuego, hasta que rebosó la segunda: la recogió y la colocó en la otra botella; también la guardó. Cuando la carne estuvo cocida, apartó la marmita del fuego y se sentó a esperar al visir. Éste, al regresar de ver al rey, preguntó a Hasib:
—¿Qué has hecho?
—He realizado el trabajo.
—¿Qué has hecho de la primera botella?
—Acabo de beberme el contenido.
—¡Pero tu cuerpo no ha cambiado en nada!
—Noto que mi cuerpo arde desde la cabeza hasta los pies, como si tuviera fuego.
El taimado visir Samhur se calló el secreto, y para engañar a Hasib, le dijo:
—Dame la otra botella. Voy a beber su contenido. Tal vez me cure y me libre de esta enfermedad que tengo en los riñones. El visir se bebió el contenido de la primera botella, se le cayó de la mano y se hinchó: en él se hizo verdad aquel refrán: “El que cava una fosa para su amigo, cae en ella”. Al ver aquello, Hasib se admiró y tuvo miedo de beber de la segunda botella. Pensó en la recomendación de la serpiente, y se dijo: «Si el contenido de la segunda fuese perjudicial, al visir no le hubiera apetecido». Se confió a Dios (¡ensalzado sea!) y se lo bebió.
Apenas lo había tragado cuando Dios (¡ensalzado sea!) inundó su corazón con todas las fuentes de la sabiduría, le abrió los ojos a la ciencia y experimentó una gran alegría y bienestar. Cogió la carne que estaba en la marmita, la colocó en un plato de bronce y salió de casa del visir. Levantó la cabeza hacia el cielo y vio los siete cielos y todo lo que contenían, hasta el árbol del Loto del extremo confín; entendió la revolución de las esferas: Dios se lo había desvelado. Observó los planetas y las estrellas fijas, y entendió cómo se realizaba la marcha de los astros. Contempló el aspecto de las tierras y de los mares, y de ello dedujo la Geometría, la Astrología, la ciencia de las esferas, la Aritmética y todo lo relacionado con ellas, y comprendió el mecanismo de los eclipses de Sol y de Luna. Miró a la tierra y vio las minas, plantas y árboles; conoció todas sus propiedades y beneficios, y de ello dedujo la Medicina, la magia natural y la Química, así como la fabricación del oro y de la plata.
No paró de andar hasta llegar al palacio del rey Karazdán. Entró y besó el suelo ante éste, diciéndole:
—¡Que tu cabeza permanezca salva y sobreviva al visir Samhur!
El rey se encolerizó terriblemente al enterarse de la muerte de su visir, y lloró desconsolado; los visires, los emires y los grandes del reino lo acompañaron en el llanto. El rey Karazdán dijo:
—Hace un momento que el visir Samhur estaba a mi lado gozando de una magnífica salud. Se marchó con objeto de ver si la carne estaba ya cocida para traérmela. ¿Cuál ha sido la causa de su muerte? ¿Qué desgracia le ha ocurrido?
Hasib contó al rey todo lo que había ocurrido a su visir, desde el momento en que bebió el contenido de la botella hasta que se hinchó y reventó. El rey se entristeció muchísimo y dijo a Hasib:
—¿Qué me ocurrirá después de la muerte de Samhur?
—¡No te preocupes, oh, rey del tiempo! Yo te curaré en tres días, y no dejaré en tu cuerpo ni huella de la enfermedad.
El pecho del rey Karazdán se dilató y dijo a Hasib:
—Hace ya muchos años que quiero curarme de esta enfermedad.
Hasib fue por la marmita, la colocó ante el rey, sacó un pedazo de carne de la reina de las serpientes, se la dio a comer a Karazdán y lo tapó; le extendió sobre la cara un pañuelo, se sentó a su lado y le mandó dormir. Durmió desde el mediodía hasta la puesta del sol: el pedazo de carne circuló por su vientre. Entonces lo despertó, le dio algo de beber y le mandó que se volviese a dormir. Durmió toda la noche, hasta la mañana. Al amanecer hizo con él lo mismo que había hecho el día anterior, y así hasta que se hubo comido los tres pedazos de carne en tres días. La piel del rey se secó, y después se le desprendió por completo.
El soberano empezó a transpirar, el sudor le corrió desde la cabeza hasta los pies y quedó curado. En su piel no quedó ni huella de la enfermedad. Después, Hasib le dijo:
—Es necesario que ahora vayas al baño
Lo llevó al baño, se lavó y lo hizo salir. Su cuerpo parecía una vara de plata, tan sano como antes y gozando de mejor salud que la que había tenido hasta entonces. A continuación se puso el traje más precioso, se sentó en el trono y permitió a Hasib Karim al-Din que se sentase con él. Éste se colocó a su lado. El rey mandó que extendiesen los manteles y fueron extendidos. Los dos comieron, bebieron y se lavaron las manos. Después ordenó que sirviesen las bebidas. Las llevaron y bebieron.
Luego, todos los emires, visires, soldados, grandes del reino y personas principales acudieron a felicitarlo por haber recuperado la salud y el bienestar. Redoblaron los tambores, la ciudad se engalanó, y cuando todos estuvieron reunidos ante el soberano para felicitarlo, les dijo:
—¡Visires, príncipes, grandes del reino! Éste es Hasib Karim al-Din, el que me ha curado de la enfermedad. Sabed que lo nombramos nuestro gran visir en sustitución del visir Samhur. Quien lo ama, me ama; quien lo honra, me honra; quien lo obedece, me obedece.
Le contestaron:
—Oír es obedecer.
Se pusieron todos en pie y acudieron a besar la mano de Hasib Karim al-Din. Lo saludaron y lo felicitaron por haber sido nombrado visir. Después, el rey le dio un precioso traje tejido en oro rojo, cuajado de perlas y aljófares; el más pequeño de éstos costaba cinco mil dinares. Le regaló trescientos mamelucos, trescientas muchachas que parecían lunas, trescientas esclavas abisinias y quinientas muías cargadas de riquezas. Le dio asimismo bestias de carga, ganado, búfalos y vacas en tal cantidad, que es imposible describirlo.
Después mandó a los visires, emires, magnates, grandes del reino y plebeyos, que le hiciesen regalos. Hasib Karim al-Din montó en un caballo, y, seguido por los emires, visires, grandes del reino y todas las tropas, se dirigió al palacio que le había asignado el rey. Se sentó en un trono, y los emires y los ministros se adelantaron y lo felicitaron por haber sido nombrado visir.
Todos se pusieron a su servicio. La madre experimentó una gran alegría y lo felicitó por el nombramiento. Sus familiares también acudieron a darle la enhorabuena por haber salido con bien y haber sido nombrado ministro. Después acudieron sus compañeros, los leñadores, y lo felicitaron por el cargo que acababa de obtener. Él volvió a montar a caballo y se dirigió al alcázar del visir Samhur. Lo selló, se incautó de todo lo que contenía y se lo llevó a su casa.
Él, que había sido un ignorante que no sabía ni leer ni escribir, se convirtió en un sabio que conocía todas las ciencias, por voluntad de Dios. La fama de su sabiduría y de su ciencia se difundieron por todos los países, y fue conocido por la inmensa profundidad de su saber en Medicina, Astronomía, Geometría, Astrología, Química, magias natural y espiritual y todas las demás ciencias. Cierto día preguntó a su madre:
—¡Madre! Mi padre Daniel era un sabio excelso. Dime qué libros y qué otras cosas ha dejado. La madre, al oír aquellas palabras, le llevó la caja en que su padre había depositado las cinco hojas que le quedaban de los libros que perdiera en el mar.
Le dijo:
—De todos los libros de tu padre sólo han quedado las cinco hojas que están en este cofre
Lo abrió, cogió las cinco hojas, las leyó y dijo:
—¡Madre! Estas hojas forman parte de un libro. ¿Dónde está el resto?
—Tu padre emprendió un viaje por mar con todos sus libros. La nave naufragó con él, y los libros se perdieron. Dios (¡ensalzado sea!) lo salvó del naufragio, pero de todos sus libros no quedaron más que estas cinco hojas. Tu padre regresó con ellas del viaje y me dijo: “Tal vez des a luz a un hijo varón. Coge estas hojas y guárdalas. Cuando sea may or, si pregunta por lo que he dejado, dile: ‘Tu padre sólo ha dejado esto’”.
Hasib Karim al-Din supo todas las ciencias y se dedicó a comer, a beber y a darse la vida más muelle y cómoda, hasta que se le presentó el destructor de las delicias, el separador de los amigos. Esto es lo último que sabemos de la historia de Hasib b. Daniel. ¡Que Dios
tenga misericordia de él! ¡Dios es más sabio!

Unete a nuestros canales para no perderte nada
- Historia de Hasib Karim Al-Din - octubre 21, 2025
- Estímulo de Chocolate caliente para el alma - octubre 17, 2025
- Tomar mejores decisiones: Estrategia y ética en el arte de elegir - octubre 15, 2025