La curiosidad del rey de Al-Andalus

La curiosidad del rey de Al-Andalus

La curiosidad del rey de Al-Andalus

Este es uno de los cuentos de
 Las mil y una noches

Había una ciudad llamada Toledo, capital del reino de los francos. Tenía un castillo que siempre estaba cerrado. Cada vez que moría un rey de los Rum y le sucedía otro, ponían un buen candado más, con lo que llegó a haber en la puerta veinticuatro candados, pertenecientes a otros tantos reyes. 

En esto subió al poder un hombre que no pertenecía a la casa real, y quiso abrir los candados para ver qué contenía aquel alcázar. Los grandes del reino trataron de evitarlo, se le opusieron y se resistieron. Pero el rey los rechazó y dijo: 

– He de ver qué es lo que contiene este castillo. – Le ofrecieron todas las cosas preciosas, bienes y tesoros que poseían con tal de que no lo abriese, pero él no quiso renunciar a su propósito. Quitó los candados, abrió la puerta y encontró dentro dibujos que representaban a los árabes con sus caballos y camellos, con sus turbantes semicaídos, con las espadas al cinto y las largas lanzas en la mano. 

También había un pliego, que cogió y leyó. Decía: «Los árabes ocuparán este país cuando se abra esta puerta. Tienen un aspecto semejante al de estos dibujos. ¡Cuidado! ¡Mucho cuidado con abrir la puerta!» 

Aquella ciudad se encontraba en al-Andalus, y la conquistó Tariq b. Ziyad aquel mismo año, bajo el califato de al-Walid b. Abd al-Malik, uno de los Omeyas. Mató a aquel rey de mala manera, saqueó su país, hizo cautivos a las mujeres y a los jóvenes que lo ocupaban y se apoderó de sus bienes como botín.

Encontró grandes tesoros en la ciudad: más de ciento setenta diademas de perlas y jacintos, piedras preciosas y una sala de audiencias tan grande, que los hombres a caballo habrían podido celebrar fiestas. También halló vasos de oro y de plata, imposibles de describir, y la mesa que había pertenecido al profeta Salomón, hijo de David (¡sobre ambos sea la paz!).

Según cuentan, la mesa era de esmeralda, y aún se conserva en la ciudad de Roma. Su vajilla era de oro, y sus platos, de crisolito y de gemas. Encontró asimismo el «Libro de los Salmos», escrito con letras griegas en hojas de oro incrustadas de pedrería. 

Halló también un libro en el que se describían las virtudes de las piedras y de las plantas, y en el que se trataba de las ciudades, de las alquerías, de los talismanes y de la alquimia: todo ello escrito sobre oro y plata. 

Un tercer libro describía el arte de tallar los rubíes y las piedras preciosas, la fabricación de venenos y de la teriaca, y la figura de la tierra, de los mares, países y minas. Vio asimismo una gran sala llena de elixires —una sola dracma de éstos, transformaba mil dirhemes de plata en oro puro— y un gran espejo redondo, maravilloso, fabricado con una aleación de metales por el profeta Salomón, hijo de David (¡sobre ambos sea la paz!). Cuando alguien miraba en él, veía perfectamente los siete climas del ecúmene.

Hallaron una sala llena de jacintos bahramíes, que no pueden ni describirse. Todo esto fue llevado a al-Walid b. Abd al-Malik. Los árabes se esparcieron por todas las ciudades de al-Andalus, que constituye un magnífico país.

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