En las buenas y en las malas buenas
Este es uno de los cuentos de
Las mil y una noches
Alí Nur al-Din quedó muy triste por la pérdida de su padre. Un día en que estaba sentado en la habitación del difunto, alguien llamó a la puerta. Nur al-Din se levantó, abrió y encontró a uno de los contertulios de su padre, uno de sus amigos. Besó la mano de Nur al-Din y le dijo:
– ¡Señor! Quien ha muerto dejando un hijo como tú no ha muerto. Tal ha sido la suerte del señor de todos los hombres, Mahoma (¡Dios le bendiga y le salve!). ¡Señor! Consuélate y deja la tristeza.
Entonces Nur al-Din se dirigió al salón, colocó en él cuanto era necesario, reunió a sus amigos, tomó consigo a su esclava y se reunió con diez hijos de mercaderes. Comieron y bebieron, las reuniones se fueron sucediendo regularmente y empezó a dar y a hacer dones. Su administrador entró y le dijo:
– Señor Nur al-Din, ¿no has oído un dicho que asegura que quien gasta sin cuenta se queda pobre? – Añadió: – Señor: Los gastos crecidos y los regalos costosos aniquilan la riqueza –
Alí Nur al-Din contestó mirándole:
– No haré caso de nada de lo que has dicho. – Añadió: – Sabe, administrador, que deseo, mientras me quede algo para comer, que no me hagas preocupar por la cena. –
El administrador se fue a sus asuntos y Alí Nur al-Din siguió siendo generoso. A cada uno de sus contertulios que le decía:
– ¡Qué hermoso es eso! – le contestaba:
– Te lo regalo.
Si le decían:
– Tal casa es hermosa.
– Es tuya, – respondía.
Así vivió durante un año entero, reuniéndose con sus contertulios y amigos por la mañana y por la noche. Un día, mientras estaba sentado, alguien llamó a la puerta. Alí Nur al-Din se levantó; uno de sus invitados le siguió sin que él lo supiese. Abrió la puerta y encontró a su administrador. Le preguntó qué pasaba. Le respondió:
– ¡Señor! Lo que temía que te ocurriese te ha ocurrido.
– ¿Cómo es eso?
– Sabe que ya no me queda tuyo ni tan siquiera un dirhem. Aquí tienes la cuenta de los gastos que has mandado hacer y aquí la de tu capital. – Nur al-Din al oír estas palabras bajó la cabeza al suelo y exclamó:
– ¡No hay fuerza ni poder sino en Dios! – Cuando el hombre que le había seguido a escondidas y que había salido a espiarle hubo oído lo dicho por el administrador, volvió al lado de sus amigos y les dijo:
– Ved qué vais a hacer, pues Alí Nur al-Din está arruinado.
Al volver éste a su lado vieron en su rostro que estaba preocupado. Uno de ellos se puso de pie, lo miró y le dijo:
– ¡Señor! Te pido permiso para marcharme.
– ¿Por qué te vas hoy?
– Mi esposa debe dar a luz esta noche y no me es posible dejarla. Quiero ir a su lado y verla. – Le dio permiso. En seguida se levantó otro y le dijo:
– ¡Señor Nur al-Din! Quiero ver hoy a mi hermano, pues circuncida a su hijo. – Cada uno le fue pidiendo permiso con una excusa y así se marcharon todos quedándose Nur al-Din solo. Llamó a su esclava diciendo:
– ¡Anis al-Chalis! ¿Sabes lo que me ha ocurrido? – y le contó lo que le había dicho el administrador. Le respondió:
– Señor, hace ya mucho tiempo que había pensado hablarte de esto. – Le contestó:
– ¡Anis al-Chalis! Tú sabes que he gastado mi fortuna con mis amigos; no creo que me abandonen sin ayudarme.
– ¡Por Dios! ¡No te servirán de nada!
– Salgo ahora mismo, voy a su casa, llamo a su puerta. Tal vez obtenga algo que pueda utilizar como capital; me dedicaré al comercio y abandonaré los placeres y las diversiones.
A continuación se levantó, salió, y no paró de andar hasta que llegó a la calle en que vivían sus diez amigos, pues todos habitaban en la misma. Se acercó a la primera puerta, llamó y salió a abrir una criada que preguntó:
– ¿Quién es?
– Di a tu señor que Alí Nur al-Din espera en la puerta y te manda decirle: “Tu esclavo está en la puerta y espera tu favor”. – La criada se fue, informó a su señor; éste contestó gritando: “ ¡Vuelve y dile que no estoy!”. La esclava regresó al lado de Alí Nur al-Din y le dijo:
– ¡Señor! Mi dueño no está en casa. – Alí Nur al-Din se fue diciéndose: “Si éste es un hijo adulterino y reniega de sí mismo, alguno habrá que sea distinto.” Llamó a la segunda puerta y dijo lo mismo que en la primera; pero el dueño de ésta también renegó de sí mismo.
Al terminar exclamó: “¡Por Dios! ¡He de probarlos a todos! Tal vez haya entre ellos alguno que supla la falta de los otros”. Visitó a los diez, pero no hubo ninguno que le abriese la puerta, ni que le quisiese ver personalmente ni que mandase que le diesen un mendrugo. Recitó estos versos:
El hombre en la época de la prosperidad es como un árbol:
la gente permanece a su alrededor mientras duran los frutos.
Cuando ha dejado caer todo lo que tenía, se apartan y buscan otro árbol.
¡Malditos sean todos los hijos de este tiempo!
¡No he encontrado ni uno bueno entre los diez!

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